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Un chiste no tan inocente

En Colombia, como en el resto del mundo, las categorías que otorgan nuestras palabras terminan sirviendo como sentencias de muerte; excusas para calmar las culpas del asesino que cree que le hace un favor al país eliminando la diferencia.

El Espectador
28 de diciembre de 2015 - 02:00 a. m.
Los discursos como el de Donald Trump son más peligrosos de lo que parece, y la sociedad debe empezar a rechazarlos con vehemencia. / EFE
Los discursos como el de Donald Trump son más peligrosos de lo que parece, y la sociedad debe empezar a rechazarlos con vehemencia. / EFE

La candidatura a la Presidencia de Donald Trump ya dejó de ser graciosa, si es que en algún momento alguien consideraba entretenida la glorificación de un discurso que marginaliza a todo aquel que no sea blanco. Tal vez Trump ha sabido qué botones oprimir y cuáles no, y por eso el Partido Republicano no saltó cuando dijo que los mexicanos son, en su abrumadora mayoría, criminales, y ha sido tímido ante sus ataques posteriores cargados de misoginia, xenofobia y racismo. Pero verlo liderando todavía las encuestas de intención de voto con un 38 %, y ver que el segundo en la línea es Ted Cruz, otro amante de la retórica venenosa, genera, cuando menos, angustia.

El punto no es, ni siquiera, si alguien como Trump o Cruz (o como toda esa camada de políticos blandos enamorados de los discursos hostiles que plaga al Partido Republicano) tiene una posibilidad genuina de ocupar uno de los cargos con más poder en el mundo. Creemos con firmeza que el electorado estadounidense tendrá más sensatez en las urnas que la que parece indicar su espectáculo mediático. Pero que estos discursos existan, y tengan tanto eco, debe, cuando menos, invitarnos a reflexionar sobre el estado actual del mundo.

Para bien y para mal, el asunto en términos de libertad de expresión es claro: no hay motivos para censurar de manera previa a Trump y sus secuaces. Igual que en Francia no pueden silenciar el radicalismo de Marine Le Pen, ni en Colombia acallar a la derecha y la izquierda cuando tan a menudo adoptan discursos insensatos y peligrosos. Una democracia sana, como la que aspiramos a ser, debe ser capaz de darle un espacio a estos discursos sin dejarse secuestrar por ellos. Eso es claro.

Lo que hace falta es el rechazo popular masivo. No estamos invocando las turbas de la corrección política que terminan haciendo más daño con su sensibilidad errática, pero sí que, cuando los discursos son tan evidentemente falsos, vengan mareas de argumentos en contra que digan “sí, usted puede dar su opinión, pero no espere que la apoyemos”. El debate debe darse, todos los puntos, por más radicales, deben ser estudiados, pero sin apelar, al final, a la solución fácil de que “cada cual puede tener su manera de pensar”. Sí, es verdad, pero todos, por vivir en sociedad, también tenemos una responsabilidad con cuestionarnos honestamente a nosotros mismos y ver qué daño causan nuestras posiciones.

Aunque Hillary Clinton lo dijo con fines retóricos, es cierta su acusación de que Trump es la leña perfecta para el fuego de extremismos como el Estado Islámico. Y no es necesario irse a los casos extremos: esos discursos dañan a personas de verdad. Los inmigrantes en Estados Unidos, que ya de por sí sufren una serie de situaciones inhumanas por no tener todos los papeles en regla, escuchan a copias de Trump en muchas de las personas con las que tratan.

Lo mismo sucede en Colombia. ¿Qué tanta culpa tienen los discursos agresivos en este conflicto colombiano? Este año tuvimos casos de racismo, homofobia, misoginia y discriminación política. Aquí, como en el resto del mundo, las categorías que otorgan nuestras palabras terminan sirviendo como sentencias de muerte; excusas para calmar las culpas del asesino que cree que le hace un favor al país eliminando la diferencia.

No queremos, ni podemos permitir, que existan más trumps. Ni allá, ni acá. Ojalá esa sea una resolución para el año que viene.

¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.

Por El Espectador

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