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Un discurso anticipado

Mucho bombo ha recibido en Colombia el discurso que el presidente Juan Manuel Santos dio el pasado martes ante 192 mandatarios de otros países en la Asamblea General de Naciones Unidas, con sede en Nueva York.

El Espectador
25 de septiembre de 2013 - 10:47 p. m.

La paz en Colombia fue el tema central. Mucho más que eso: el derecho a obtenerla como mandatario de una nación que lleva medio siglo inmersa en un conflicto armado.

Hace un año el presidente Santos, en este mismo escenario, presentó con entusiasmo el proceso que hoy adelanta con la guerrilla de las Farc en La Habana: uno de “plazos breves y términos concisos”, dijo. A hoy debe aceptar, sin embargo, que sólo un punto de los seis que están en la agenda ha sido acordado. Y eso genera una suerte de desconcierto en su discurso.

No en la realidad que, si es pausada, pues que lo sea; no hay que apresurarse más de la cuenta cuando el destino de un país se está acordando entre dos actores. Dice que pese a esto sigue optimista. Y eso está bien, hay que apoyar este intento —probablemente el último que pueda hacerse— por hacer la paz. Como lo hemos dicho en estos días y no nos cansaremos de repetirlo: es la hora de la paz.

Sin embargo, ¿por qué, si aún no se ha pactado nada definitivo, llega el presidente a exigir un tratamiento preferencial ante la comunidad internacional? Respeto, comprensión, flexibilidad. Sobre todo eso: laxitud a la hora de juzgar el proceso. Un proceso que, si bien avanza, no está concluido.

Habló bien el presidente, pero como pidiendo de antemano algo que no se ha negociado: “no podemos pretender investigar todos los hechos cometidos en medio siglo de violencia y procesar a todos los responsables para luego no cumplir, pero sí podemos construir una estrategia realista”; puede ser, suena bien, de hecho. Pero, ¿por qué no mejor hablar de esto cuando la estrategia realista sea ya un hecho?

Recordó el presidente casos (como el tribunal de la antigua Yugoslavia, de Ruanda), habló en términos de reclamo (que respeten “la propia manera” que un país elige para conseguir la paz), mantuvo su posición frente a las cartas de la fiscal general de la Corte Penal Internacional, Fatou Bensouda.

Probablemente sea el temor anticipado a la Corte Penal Internacional y a su acción. Pero las cartas de la fiscal han de leerse más como insumo que como imposibilidad jurídica. ¿Qué decían? Básicamente, que no hubiera suspensión total de la pena privativa de la libertad para los máximos responsables de los delitos internacionales más graves. Y que los estados no deben interpretar los procesos y actuaciones de la CPI como algo que ellos también pueden hacer. Más que todo el barullo, las cartas anuncian, como lo recordó en estas páginas el profesor Rodrigo Uprimny, que la comunidad internacional estará pendiente del proceso. Y eso es provechoso.

El presidente, sin embargo, pretendió ir allá a la ONU, sin nada concreto en la mano, a decir que respetaran sus decisiones. Entendibles las ganas de querer estar libre de toda atadura para poder adelantar la paz bajo sus propios cánones. Pero eso no es posible, no sólo en el terreno de lo práctico (que no sucederá), sino en el de lo jurídico, ya que con un discurso y un par de reuniones no se va a rechazar la validez de tratados internacionales que han costado una negociación intensa de más de medio siglo.

La justicia transicional es mucho más laxa que la ordinaria. Lo mismo —y tiene razón el presidente—, la forma de investigar los delitos: no de uno en uno, sino de manera sistemática. Sin embargo, todo este proceso debe atenerse a lo que Colombia se ha comprometido para que, ahí sí, no quede un sinsabor de que las cosas se hicieron mal. Hay que avanzar mucho más allá de las palabras. El mismo mensaje, por supuesto —y fue recordado en el discurso—, va para la contraparte: los representantes de las Farc.

Por El Espectador

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