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¿Una buena solución?

La tragedia padecida por Rosa Elvira Cely generó un escándalo a nivel nacional.

El Espectador
13 de junio de 2012 - 11:00 p. m.

Las manifestaciones de repudio no se hicieron esperar en varios espacios: los ciudadanos salieron a la calle, la prensa escribió informes, las organizaciones en defensa de los derechos de la mujer expresaron públicamente su repudio. Y está claro que actos como éstos hay que repudiarlos. Sin embargo, las políticas públicas que intentan frenar estas acciones a veces pueden ser exageradas. Pueden ser demasiado drásticas, confundiéndose dentro de ellas elementos de disuasión o prevención, con unos de venganza y retaliación.

Es lógico que la sociedad, y las mujeres sobre todo, tengan la disposición a querer venganza. A una retribución a todo nivel para castigar a quienes violan, maltratan o cometen algún tipo de violencia contra ellas. Y este país, que es experto en legislar a todo motor, ha propuesto miles de cosas que en muchas ocasiones o no se ajustan a la Constitución Política o representan un error técnico en cuanto a una política criminal.

El senador del Partido de la U Roy Barreras ha propuesto la castración química. La senadora Alexandra Moreno, del MIRA, la exposición pública en los muros de la infamia. Y, en medio del rechazo general por la tragedia de Rosa Elvira, van sumando adeptos.

Con todo, una política pública como la castración química requeriría de unos niveles de técnica muy amplios: prevención, seguimiento al delincuente, administración permanente —y de por vida— de la dosis química que le reducirá su ímpetu sexual por unos meses, acompañada ésta de un tratamiento sicológico. Y aunque, obvio, sería muy obtuso oponerse a una medida que ayude a las mujeres a sufrir menos violencia sólo porque ésta resulta muy costosa para el Estado, sí resulta crucial preguntarse por su efectividad ante tantos requerimientos: incluso en países más desarrollados, con sistemas de justicia eficientes y leyes mucho más claras, el tratamiento no es exitoso en la totalidad de los casos. Esto hay que tenerlo en cuenta.

Por otra parte, a la legislación del castigo debería antecederle una clara política social. No son monstruos —así el caso de Rosa Elvira tienda a mostrar lo contrario— quienes cometen delitos contra las mujeres. Son hombres comunes que, como producto de la diaria y sistemática discriminación de género, llevan sus actos al extremo de la violencia física; de la violencia sexual. ¿Qué harán, entonces, con los atacantes con ácido? Aquellos que no necesariamente violan a una mujer sino que la deforman de por vida. Las penas, los castigos, no disuaden tanto. Un sistema judicial fuerte sí lo hace. Más bien tendría el Estado que enfocar sus esfuerzos allí.

Algo similar ocurre con los muros de la infamia. Ya la Corte Constitucional en el pasado ha juzgado esta política asegurando que no pasan los mínimos exámenes dentro de un análisis constitucional serio. No hay por qué, a estas alturas del partido, insistir con lo mismo.

Hace falta, repetimos, un cambio de mentalidad. A diario las mujeres son maltratadas por los hombres. A diario son discriminadas, en el trabajo, en la calle, en sus roles sociales milenarios. A diario los funcionarios encargados de algunos de sus derechos connaturales las juzgan desde un punto de vista machista: una mujer violada ante un juez o una autoridad policial, una mujer que pretenda abortar —dentro de las tres causales permitidas— ante un médico, una mujer que pretenda ascender de rol ante su jefe.

Es ahí donde el senador Barreras y la senadora Moreno se equivocan. Lo primero que hay que hacer para enmendar estas terribles conductas es hacer una política social fuerte. Un entendimiento absoluto de los momentos —los mínimos momentos, las fibras más finas de la conducta— en que se ejerce discriminación contra las mujeres.

 

Por El Espectador

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