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¿Y ahora?

Ha llegado en la Habana el momento de discutir el tema que, acaso, es la piedra fundamental sobre la que se edificará el posconflicto entero: las víctimas de la guerra.

El Espectador
06 de agosto de 2014 - 04:24 a. m.

Todas esas personas que, muy en carne propia, han sufrido los vejámenes de un cruce de fuego sangriento y despiadado. Todas esas personas que han perdido a alguien o han quedado mutiladas o han sido desplazadas o han tenido que sufrir las venganzas de los que pelean. Todos.

Una muy noble tarea es tratar de llevar a un puñado de personas como representantes de las víctimas: plurales, con equilibrio en su escogencia, que puedan representar el dolor, las formas de la violencia que sufrieron, los ataques en su dignidad que han sufrido, de quienes se quedan acá en Colombia. Hacer esta tarea, como ya lo hemos dicho antes, requiere mucho tacto, mucho seguimiento de distintos patrones y protocolos, mucho de entender qué es una víctima y cómo se manifiesta su existencia en el mundo. Pero es necesario entender, sobre todo, que cumplir esa tarea a cabalidad es virtualmente imposible: no existirá una muestra representativa de la totalidad de las víctimas del conflicto con la guerrilla de las Farc. El universo, si se quiere, para ponerlo en los términos técnicos más precisos. Lo grave es que el proceso de escogencia de quienes van a ir a La Habana se ha politizado demasiado. No puede permitirse que se pervierta el mecanismo de quienes deben llevar el rumbo del proceso.

Volvamos entonces a un punto fundamental de todo esto: no solo es imposible la escogencia plenamente plural y equilibrada de los representantes sino que, además, hay que quitar del medio el palabrerío utópico que impide apreciar la realidad: el comprendimiento de cada proceso individual costaría una eternidad. Y, por lo mismo, haría imposible cualquier salida. Una guerra tan larga impide que puedan atenderse todas las solicitudes de forma individual, por muy justo que ello sea.

Lo que hay que hacer, por supuesto, es un proceso de reconciliación lo más apegado a ese ideal de justicia; y eso solo se logra con dos presupuestos básicos. Primero, escuchar a los representantes de las víctimas: quiénes son, de dónde vienen, cómo se llaman, qué fue eso que cambió en sus vidas luego del hecho de guerra que los metió en esa larga categoría que dejó la guerra en Colombia. Y segundo, asesorarse de quienes entienden de estos temas, y aplicar, con la respectiva receta propia, las experiencias positivas y poderosas de otros países que ya han salido de este tipo de flagelos.

Por supuesto que en todo este debate entraron a terciar los combatientes mismos: apenas miembros de la fuerza pública dijeron que muchos de sus efectivos eran víctimas del conflicto —y muchas son las causas que les dan la razón— la guerrilla también expresó unos puntos. Es cierto. Combatientes de un lado u otro, ya sea por las estrategias maquiavélicas de la guerrilla o por los abusos del Estado, han sido víctimas en ataques que los dañan muy por fuera de su condición de combatientes. Y esa discusión no se debe, no se puede, eludir: ¿Quiénes son? ¿En qué casos? Si de algo se trata este proceso de paz es de que las partes en conflicto se vean a los ojos, acepten sus errores, pidan perdón por lo que hicieron y pasen la página para abrir la realidad de una nueva Colombia. Las verdades conjuntas limarán las fisuras y sólo entonces podremos pasar a la etapa de la reconciliación. Pero eso, en nuestra manera de ver el mundo, requiere tiempo y maduración. Tratar de solucionarlo todo de antemano termina siendo un portazo a la opción de avanzar en acuerdos serios y realizables. Que es de lo que se trata, al fin. ¿No?

Por El Espectador

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