Y ahora: ¿un “maldito Niño”?

Necesitamos una propuesta de desarrollo territorial en la cual lo ambiental no se conciba como enemigo del crecimiento, ni siquiera como limitante ambiental del mismo, sino como su soporte.

El Espectador
23 de octubre de 2015 - 08:26 p. m.
Y ahora: ¿un “maldito Niño”?

Está viva la memoria del extremo climático de 2010-2011, que produjo la ya famosa expresión presidencial de “la maldita Niña”. Los costos directos de la que fue llamada la mayor tragedia ambiental de la historia registrada de Colombia se contabilizaron en 0,12 puntos porcentuales del crecimiento del PIB, con un 7% de la población afectada. Hoy, cuando nos encontramos aparentemente en la madurez del extremo climático contrario, El Niño, el país se encuentra sumido en otra emergencia ambiental. Los incendios podrían superar ya las 100.000 hectáreas y la escasez del agua alcanza al 84% de los municipios del país y el 67% de la población. Hay grave desabastecimiento hídrico en Cali, Armenia, Ibagué, para no mencionar la escasez crónica del líquido vital en Santa Marta. ¿Se trata, pues, de la culpa del “maldito clima”?

Estamos frente a una situación, en proceso de generalización, que la sociedad y sus intérpretes no han leído de manera integrada. Porque los asuntos climáticos se vuelven problema en relación con la población y el territorio. Hay diagnósticos sectoriales, estudios y reflexiones científicas que permitirían crear una conciencia basada en el conocimiento. Mencionemos dos solamente. Hace un par de meses, una red de investigadores, liderados por la Universidad Javeriana y la Comisión de Ecosistemas de la Unión Mundial de Conservación, presentaron la “lista roja de los ecosistemas del país”. Gran parte de esta información también está recogida en el recientemente anunciado mapa de ecosistemas producido por los institutos del Sistema Nacional Ambiental (Sina). Y hace pocas semanas el Ideam presentó el importante Estudio nacional de agua. La congruencia espacial de esos diagnósticos es diáfana: las áreas que han perdido ecosistemas naturales son las que presentan déficit hídrico, coincidiendo además con los mapas de erosión y degradación de tierras. La mala noticia es que son las áreas que concentran la población, el PIB, es decir, el crecimiento y el desarrollo. Entonces, la verdad incómoda de nuestra nación es que la hemos venido creando a costa de construir nuestra propia vulnerabilidad. Y nuestra institucionalidad está diseñada en la mejor de las lecturas para la administración de un país en estado normal. ¿Cómo enfrentar esta que aparece ya como una “nueva normalidad”? El Sina cuenta con un diseño e instrumentos que ya otros podrían envidiar para estimular la gobernanza climática. Pero hoy la gestión ambiental, más allá de los umbrales que demarcan un espacio seguro para el quehacer humano, converge de hecho en gestión del riesgo. Pero el Fondo de Adaptación hace mal cuando sólo atiende las calamidades, o cuando concibe el riesgo dentro de los parámetros de aquella elusiva normalidad. Cuando continúa adecuando nuestro territorio a nuestras necesidades, y no al contrario.

Nos encontramos, pues, frente a una crisis en la forma como los colombianos concebimos y habitamos el territorio. Una crisis cultural que se manifiesta en un territorio vulnerable y cada vez más propenso a sufrir los extremos climáticos. Una sociedad del riesgo ambiental. Necesitamos una propuesta de desarrollo territorial en la cual lo ambiental no se conciba como enemigo del crecimiento, ni siquiera como limitante ambiental del mismo, sino como su soporte. Pero ¿quién habla por los ecosistemas y por el ciclo del agua en las instancias decisorias? He ahí la raíz profunda de esta situación, que ya se asoma como una tragedia prolongada.

 

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