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Las zidres, la paz y la equidad

La tierra está en el corazón de la guerra y tiene que estar en el de la paz. Definir cómo se va a utilizar debería ser una oportunidad para que el país entero se pronuncie.

El Espectador
06 de febrero de 2016 - 04:04 a. m.
Preocupa el afán con el que el Gobierno tramitó una ley tan importante para el desarrollo del país, y esperamos que en su reglamentación se escuche más a las voces disidentes.
Preocupa el afán con el que el Gobierno tramitó una ley tan importante para el desarrollo del país, y esperamos que en su reglamentación se escuche más a las voces disidentes.

Pese a la vehemente oposición de varias organizaciones de derechos humanos, el Polo Democrático y la Alianza Verde, el presidente Juan Manuel Santos sancionó la Ley 1776 de 2016, que crea las zonas de interés de desarrollo rural, económico y social (zidres), piedra angular del plan del Gobierno para el desarrollo futuro del campo colombiano. Llamada contrarreforma agraria por sus opositores, y exaltada como la reivindicación de los derechos de los campesinos y la seguridad alimentaria del país por los miembros de la Unidad Nacional, la ley modifica el régimen de las tierras baldías y genera justas dudas sobre cómo se va a distribuir la tierra en Colombia.

Desde Orocué (Casanare) el presidente firmó la ley el 29 de enero. El lugar no fue coincidencia: allí el Estado recuperó 42.000 hectáreas de las que Víctor Carranza se había apropiado utilizando la violencia y medios ilícitos; un símbolo de cómo la tierra ha estado en el centro del conflicto armado colombiano y del poderío de los distintos actores ilegales que han desplazado a los campesinos durante varias décadas.

“Esta es la ley más audaz de nuestra historia para garantizar el desarrollo del campo. Iniciamos el camino para convertirnos en la despensa de alimentos del mundo”, dijo el presidente Santos, primero en la historia que visita Orocué. Según el Gobierno, la ley permitirá que se desarrollen siete millones de hectáreas repartidas en la Altillanura, La Guajira, el Urabá chocoano y La Mojana, que se espera que garanticen la seguridad alimentaria del país y, además, generen beneficios económicos considerables.

El problema está en el cómo. La ley permite al Estado arrendar tierras baldías a quienes presenten proyectos agroindustriales viables que garanticen la producción en zonas que requieren una inversión alta. La palabra clave es “arrendar”, lo que implica que no se estaría transfiriendo la propiedad, lo que, según la posición oficial, evita que se incumpla el propósito original destinado para los baldíos: darles propiedades a los campesinos sin tierras.

Esa maniobra, sin embargo, es engañosa, como lo dijo el senador Jorge Enrique Robledo: “El truco es que el Gobierno no escritura, pero se entrega en concesión a 30, 40, 60 años”, dado que los proyectos agrodindustriales requieren largos plazos para que sean rentables. Si esa es la manera en que la administración Santos cree que debe organizarse el agro, habrá que discutirlo, pero no es un debate que pueda evadirse. Estas tierras se van a otorgar por tiempos considerables a compañías que tengan músculo financiero para administrarlas, y eso está lejos de ser el objetivo original de la adjudicación de baldíos.

Allí entra la segunda crítica: ¿cuál será el rol de los pequeños y medianos productores campesinos? El Gobierno dice que las zidres incentivan que estos se vinculen a los proyectos y se obliga a que, después de un tiempo, tengan algún porcentaje de propiedad sobre las tierras cultivadas. También se prometen créditos que impulsarían la economía familiar. La contraparte argumenta que, en la práctica, se someterá a los campesinos a las condiciones de las grandes compañías agrícolas y que, desde la planeación, se les niega la posibilidad de presentar iniciativas propias.

Evaluar qué tan beneficiados o perjudicados saldrán los campesinos depende en gran medida de la reglamentación que el Gobierno está pendiente de expedir.

Lo que sí puede cuestionarse es la forma como el Ejecutivo impulsó el proyecto. Claramente convencida de que su posición es la correcta, y pese a que en el pasado se frustraron iniciativas similares, la administración Santos utilizó el peso de la Unidad Nacional para sacar adelante la ley sin escuchar otras voces críticas dentro del Congreso, ni a las organizaciones como la Confederación Internacional de Organizaciones No Gubernamentales (Oxfam), la Comisión Colombiana de Juristas (CCJ), y la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes), quienes han expresado justos reparos frente al hecho de que una ley de tanta importancia para el posconflicto se haya aprobado sin mayor debate.

La tierra está en el corazón de la guerra y tiene que estar en el de la paz. Definir cómo se va a utilizar debería ser una oportunidad para que el país entero se pronuncie. Ya con la ley aprobada, ojalá el Gobierno abra los espacios pertinentes para que la reglamentación acoja las preocupaciones mencionadas. Sólo así se garantizará que su aplicación ayude en la construcción de una Colombia más equitativa.

¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.

Por El Espectador

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