Sombrero de mago

El aire que mata gente

Reinaldo Spitaletta
28 de marzo de 2017 - 02:00 a. m.

Aparte de que la ciudad que antes era la de la “eterna primavera” no se pensó para el caminante, caminarla en estos días de nubes de esmog, hollín y todas las contaminaciones juntas sí sería una suerte de suicidio. Hoy parece una urbe apocalíptica, con transeúntes enmascarados, con aterradoras estadísticas de muertos por culpa de un aire irrespirable, por lo mefítico de sus atmósferas. Porque, además, no ha habido planeación para el medio ambiente.

El centro, por el que discurren cada día más de un millón de personas, es la parte más deteriorada en lo ambiental (además de otros rubros). Desarborizado, desértico, con una adoración pagana al cemento, cada vez más sofocante, el centro, el que tiene un parque que no es parque sino una extensión dramática de adoquines y ningún árbol (o uno que otro), con nombre de santo italiano que antes servía para conseguirles novios a las solteronas, el corazón de la ciudad, digo, es una desventura para los pulmones.

Por estos días, en que se ha extendido el pico y placa de seis dígitos a doce horas, la ciudad, al menos, tiene aspecto no de muchacha bonita, que en otros días era su cotidianidad, pero sí de cierta apacible aldea. La otra contaminación, la del ruido (“¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido!”, decía Fray Luis de León), es, por estas jornadas, de menor cuantía.

Y qué de las industrias contaminantes, y de la falta de verdores, y de la desmejora irritante del transporte público, que, por ejemplo, el metro ni siquiera tiene planes de contingencia para resolver una emergencia como la que hoy vive la ciudad, qué, entonces, de los otros agentes envenenadores. Nada. El sistema favorece la plusvalía desmesurada frente a los daños al medio ambiente.

El problema de la contaminación ambiental es un asunto de salud pública. Una situación límite que hay que remediar. La polución está matando gente. El deterioro de la calidad del aire de Medellín, una de las ciudades más contaminadas de América Latina, está causando enfermedades respiratorias. Este año, entre el 1º de enero y el 18 de marzo, las consultas por infecciones respiratorias aumentaron 21 por ciento frente al mismo periodo de 2016. La hospitalización por las mismas aumentó 9,5 por ciento.

Tales cifras, proporcionadas por la Secretaría de Salud de Medellín, son preocupantes. Para el médico Elkin Martínez, entrevistado por el diario El Tiempo, un facultativo que lideró el último estudio epidemiológico del área metropolitana al respecto, “el incremento de las cifras de consultas y hospitalizaciones sí son atribuibles a la contaminación atmosférica”. Según él, en Medellín fallecen cada año tres mil personas, en promedio, por enfermedades relacionadas con la polución ambiental.

El cuento es más aterrador todavía. En Medellín y el Valle de Aburrá hay una epidemia. “La mortalidad por estas causas excede en un rango de 300 a 500 por ciento los valores regulares reportados para el resto del país, incluido Bogotá”, aseveró el médico Ramírez.

Y puede que, en efecto, haya otros factores que contaminan y produzcan mortandad. Pero uno de ellos tiene que ver con el aumento del parque automotor y el déficit de árboles (de más de setecientos mil) en este que, hoy, es un valle de lágrimas y toses. Y ante la avalancha vehicular, hay que restringir la circulación. Es, como lo dice un lugar común, asunto de vida o muerte.

¡Ah!, y a las industrias, que según los especialistas generan la tercera parte de la contaminación, también hay que controlarles sus emisiones y supervisar la modernización de sus procesos de producción. Que no exhalen tantas porquerías.

Con certeza, se requerirán automóviles eléctricos, muchos menos de gasolina y diesel, más bicicletas, más patinetas, y adaptar la ciudad para los caminantes. Más senderos florecidos, más caminos arborizados, más ingeniería y arquitectura de lo humano, del bienestar colectivo, de la utopía. Más árboles, para que suceda de nuevo lo que el poeta cantó hace siglos: “Despiértenme las aves / con su cantar sabroso no aprendido”.

Les corresponde a los que manejan este valle de miserias y desconsuelos pensar e implementar una movilidad sostenible. En controlar las emisiones. En ponerse serios frente a los desmanes que el capitalismo incorpora en sus mecanismos productivos y de ganancia. Uno quisiera, como en la novela La nube de esmog, de Ítalo Calvino, no tener que soportar las vaharadas pestíferas de camiones y chimeneas. Pero ese es el mundo que nos tocó y habrá que luchar mucho por transformarlo.

 

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