“Mi infancia son recuerdos / de un patio de Sevilla. / Y un huerto claro / donde madura el limonero”: Antonio Machado.
El Ave se desliza suavemente desde Atocha hasta Santa Justa, léase Madrid-Sevilla, en dos horas y media, rompiendo a casi 300 km/h mesetas de trigo y cebada todavía en tiernos verdes, olivares plateados, retazos de tierra roja ya lista para arar, viñedos, encinares, caseríos blancos, torreones incrustados en el tiempo, túneles que se adentran en las entrañas rocosas de Despeñaperros, dejando de lado Andújar, Linares y otras poblaciones de sierra, antes paradas obligadas del recorrido.
Llegar a Sevilla en plena Feria de Abril es sinónimo de poner a galopar el corazón y ensanchar las retinas. Es volver a maravillarse con esta ciudad donde la magia, la gracia, el salero y el duende conviven en cada rincón, en cada esquina, en cada patio surcado de naranjos y limoneros. Es palpar y respirar la alegría de vivir.
Caminar hacia La Torre del Oro, a la vera del Guadalquivir con sus aguas verdes en espera de algún poema, caminar paso a paso hasta la plaza de doña Elvira llena de naranjos y olor a azahar, bordear el barrio de Santa Cruz y husmear por esas callejuelas retorcidas que huelen a oliva, limón y especias; alzar la vista, detenerla en esos balcones de hierro forjado y atreverse a tocar las aldabas de alguna enorme puerta.
Sentarse en cualquier terraza en la calle, comerse una ración de “pescaítos” fritos, otra de ensaladilla rusa y algunas gambas al ajillo; observar paseantes que marchan garbosos, rebosantes de vida y de ganas sin importar edad ni condición social. Todos, sevillanos, turistas, jóvenes y viejos, se sienten hermanos de Feria, de primavera, hermanos de abril.
Cae la tarde. Llueve. No importa... miles caminamos hacia el recinto sagrado que tocará su clarín a las seis y media de la tarde: la plaza de toros de La Maestranza, el albero de Sevilla, para, envueltos en “chubasqueros” y bufandas, esperar ansiosos el paseíllo de matadores, subalternos, picadores revestidos de luces, luciendo sus capotes bordados en hilos de oro y plata.
La Maestranza. Blanca y ocre. Única en el mundo con su arena dorada morisca. Santuario de uno de los pleitos más antiguos de la humanidad: el encuentro del hombre y el toro de lidia. El encuentro que no admite medias tintas ni montajes. El encuentro del arte y el valor. El encuentro entre la vida y la muerte. El instante mágico o la tragedia.
Manzanares en los medios. Su toro de casi 600 kilos. Midiéndose, conociéndose, estudiándose, para luego entregarse el uno al otro en un derroche de arte, bravura, valor y trapío. Los miles de espectadores pasando de un silencio absoluto y recogido a los rugidos de oleeés salidos de lo más profundo del alma y las palmas de las manos orquestando sinfonías de aplausos. La lluvia incesante se sumó a la fiesta y sus gotas caían acompasadas y contentas.
El Juli se dejó tocar por el duende sevillano y logró una faena de filigrana, pase a pase, toque a toque... bordando en elegancia fina una lidia inolvidable. Talavante derrochando valor y entrega absoluta. López Simón... y en rejones, Víctor Puerta en un caballo casi alado como el Pegaso de la leyenda, se lanzó sin cabezal para adornar a dos manos un par de banderillas impecables.
Al anochecer, con el Recinto Ferial ya encendido con sus casetas a rayas donde los señoritos y las manolas se dan cita al ritmo de sevillanas y castañuelas, pinchos, jerez y tempranilos, carrozas, peinetas y mantones, se sigue la fiesta de la vida, de la convivencia, de las flores y las guitarras, logrando el milagro por unos días de olvidar la demencia del odio, la muerte, los misiles y el terrorismo.
Gracias, Sevilla, por recordarnos que sí es posible convivir en alegría y paz. Como convivieron La Giralda morisca y la Catedral Gótica, los moros, los gitanos, los judíos y los cristianos. El Alcázar y la Macarena, el Cristo del Cachorro, gitano asesinado, y el Jesús del Gran Poder.