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El amor sobrevive a la muerte

María Antonieta Solórzano
25 de mayo de 2014 - 03:00 a. m.

No me dejes pedir protección frente al peligro sino valor para afrontarlo. No me dejes suplicar que se calme mi dolor sino que tenga ánimo para dominarlo: Rabindranath Tagore.

El encuentro con la muerte nos encoge el corazón. Nos cuesta trabajo aceptar que ella es inherente a la existencia, que para morir nacemos.

Cuando admitimos que, aunque fallecer es un destino inevitable, el amor puede sobrevivir, nuestro mundo adquiere un nuevo significado: la serenidad y la gratitud.

Si entramos en paz con la propia muerte, nuestra misión se vuelve un imperativo. Pero cuando la tarea es trascender, la partida de un ser querido, hijo, hermana o cónyuge se torna sobrecogedora porque llega a cuestionar la posibilidad de volver a la alegría.

Nos preguntamos: ¿será posible mantener el espíritu dispuesto a la celebración de la vida cuando el amado ha muerto?

Como el deseo de continuar abrazando o consintiendo al que ya no está no puede realizarse, el corazón se congela y el mundo se torna gris, a menos que encontremos una vía hacia la gratitud.

Una joven que había perdido a su hermano hace un año me relató lo siguiente: “Ayer era el primer aniversario de su fallecimiento. Empecé el día llena de dolor. Inundada en llanto, salí a un parque a esperar a un primo.

Allí comencé a recordar muchas de las cosas difíciles y maravillosas que había compartido con mi hermano. Poco a poco fui sintiendo que algo en mí cambiaba, el dolor desgarrador cedía, mi corazón comenzaba a derretirse.

Resurgía el gran amor hacia él y mientras éste se instalaba en mi interior dejé de sentirme sola. ¡Podía seguir amándolo aunque estuviera ausente! Donde quiera que habitara su espíritu ahora me acompañaba.

Mi primo llegó y me contó que acababa de recibir la noticia de que unos asuntos que estaban totalmente trabados hacía meses, ‘milagrosamente’ se habían resuelto. Me sonreí. Mi hermano hacía esas cosas.

Me embargaban la gratitud y la serenidad al vislumbrar que el amor convierte la vida en una bendición”. Y es que sentir amor transforma la vida en una celebración sagrada, especialmente si lo sentimos por el que ya no está.

Cuando nos despedimos de un ser amado podemos elegir entre vivir el resto de nuestros días conscientes de su ausencia y llenos de un dolor que al desgarrarnos nos aleja de la alegría. O, lentamente, como nuestra joven, permitir que el dolor nos abra el corazón y al revivir el amor por el que murió descubrir que la soledad y el abandono no existen.

Pero, sobre todo, que si el amor sobrevive a la muerte, la gratitud y la serenidad pueden guiar nuestro camino e iluminar nuestra cotidianidad.

*María Antonieta Solórzano

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