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El anillo del Pescador

Gustavo Páez Escobar
22 de marzo de 2013 - 11:00 p. m.

El mayor símbolo papal lo representa el anillo del Pescador. Lo utiliza el papa para sellar la correspondencia privada.

En él se ve a San Pedro pescando en un bote. Cuando termina el período del pontífice, el anillo es destruido y se fabrica uno nuevo, con diferente diseño, para quien entra a remplazarlo.

Es un elemento personal que identifica al papa y le recuerda que él es un humilde pescador, como lo fue Pedro, el primer papa. Este símbolo se ha olvidado, y ahora viene a revivirlo Francisco, quien ha dirigido al mundo claros mensajes sobre la renovación de la Iglesia, que él se propone liderar en momentos tan oscuros como los actuales que han hecho debilitar la fe religiosa y proliferar una ola de corrupción, ambiciones clericales, concupiscencia del dinero y el poder, con olvido de los principios cristianos que constituyen la piedra angular sobre la que Pedro fundó la institución del papado.

Francisco dispuso que su anillo fuera de plata dorada y no de oro macizo, como el de su antecesor. Y aplicó la misma medida a la cruz que lleva sobre el pecho. En estos actos van implícitas no solo su sencillez y pobreza habituales, sino un llamado a la austeridad y la humildad, que contrastan con el boato y la opulencia que se viven en los recintos del Vaticano y en los palacios diocesanos. Algunas vestimentas costosas de los jerarcas de la Iglesia superan los diez millones de pesos. Jesús era pobre.

¿Acaso esa fue la organización establecida por Pedro, un modesto habitante de las riberas que para sobrevivir tenía que lanzar la red a las aguas procelosas en busca del alimento cotidiano? Él no conocía los palacios, ni las limusinas, ni los anillos de oro macizo, ni los trajes color púrpura, ni los bancos. Iba con el pie descalzo por las orillas de los ríos. Su poder estaba en la sencillez, en la vida austera, en su modelo de honradez y transparencia. “El verdadero poder es el servicio”, dice Francisco.

Este papa sorprendente viene, según sus palabras, del “último lugar del mundo”, donde no tenía vehículo propio a pesar de su alta investidura, donde andaba en metro o en colectivo y residía en una pieza desprovista de todo lujo, por renuncia que hizo de la habitación suntuosa que le brindaba su carácter de arzobispo de Buenos Aires. Huía de la riqueza y la ostentación para seguir los caminos de Pedro y predicar la palabra sabia sin ataduras humanas. A ese lugar fue a buscarlo la Iglesia, con angustia –y su barca elemental–, para que la pusiera a flote y la salvara del naufragio que se veía llegar.

Entendió el reto y se puso el anillo del Pescador, el auténtico anillo, el anillo de los pobres, el que carece de fulgores y falsas pedrerías. El nuevo prelado sabe, no ahora sino desde siempre (según lo confirman sus elocuentes huellas pastorales), que el poder arrogante no puede producir beneficio social. Y tiene a San Francisco de Asís como su prototipo de vida. Este vivió en una época de gran prosperidad eclesiástica y abandonó su propia fortuna para irse por los campos predicando la palabra bienhechora, consintiendo a las plantas y a los animales y aliviando las penurias de los seres humildes.

Francisco, que conoce los tugurios, clama por “una Iglesia pobre y para los pobres”. Ojalá la encuentre. Le toca buscarla, porque esta ha perdido su cauce. Ojalá lo dejen trabajar. Está dispuesto a hacerlo. “Nuestra vida es un camino –dijo en su primer día como papa–; cuando nos paramos, la cosa no va. Hay que caminar siempre en presencia del Señor”.

Este sentido del camino, de andar a la vera de los ríos, como Pedro, es aplicable a este turbulento mundo moderno de tan enredados senderos. Francisco ya escogió su itinerario. “Ir adelante es conocer a dónde va el camino”, le advirtió al mundo.

escritor@gustavopaezescobar.com

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