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El arte de bien perder

Eduardo Barajas Sandoval
23 de septiembre de 2014 - 03:00 a. m.

¿Si Escocia se hubiera declarado independiente, habría culminado su lucha contra quienes no reconocen su valía?

Hace poco más de trescientos años los escoceses terminaron por aceptar, aunque no de la mejor gana, el tratado de unión con Inglaterra que dio origen a la figura de Gran Bretaña. Entonces comenzaron a beneficiarse de las ventajas de la expansión global del Imperio Británico, en lugar de insistir en hacer tolda aparte en competencia abierta con los ingleses. A eso les obligó tal vez el fracaso de su famoso y extravagante intento de establecer una colonia en el Darién, entonces parte de nuestra Nueva Granada, para tratar de controlar la “puerta de todos los mares” o “llave del universo” y manejar a su conveniencia el comercio tanto del lado Atlántico como del Pacífico. Esfuerzo en el que invirtieron parte sustancial de su riqueza y que terminó derrotado por los mosquitos, la improvisación, la antipatía de los ingleses y la respuesta de España.

Sin perjuicio del fracaso de esa aventura, fueron varios los momentos decisivos en los que los escoceses ayudaron a inventar el mundo contemporáneo sin obtener, como hubieran querido, un reconocimiento suficiente. John Knox fue capaz de producir el reemplazo de un catolicismo plano para llevar a la práctica una visión protestante que elevó un poco la autoestima individual y colectiva. James Watt tomó el invento primario del motor a vapor y lo perfeccionó para hacerlo útil al servicio de la revolución industrial. James Lind resolvió el problema del escorbuto que diezmaba las tripulaciones de los viajes marítimos. John McAdam inventó una forma de sellar carreteras que precedió al asfalto y permitió reducir los tiempos de circulación de manera asombrosa. David Hume llegó a ser un filósofo influyente en el desarrollo del pensamiento occidental con su visión empírica y escéptica de la vida. Sir Walter Scott vino a ser uno de los primeros escritores universales. David Livingstone sobrevivió a su propio mito de descubridor, antiesclavista y aventurero. Adam Smith, a pesar de haber sido el más tergiversado de todos, sentó las bases de la interpretación de la economía mundial. Para no hablar del valor de las luchas sociales en las que los escoceses, de uno u otro lado del espectro, marcaron el paso en busca de una sociedad más eficiente o más justa.

Guiados por esas estrellas, los escoceses han llevado a la vez el ánimo de los estrategas y el estigma de los desconocidos, activados por el fantasma de la ausencia del reconocimiento que merecen. Y seguramente muchos salieron a votar la semana pasada aupados por ese sentimiento. Fueron los que decidieron votar por el Sí, cargados con el entusiasmo juvenil de quienes todavía pueden guardar la esperanza de que si esta vez no se podía, tendrían tiempo para esperar una nueva oportunidad. En el sentido contrario parecen haber salido los, y sobre todo las, que han tenido suficiente tiempo y experiencia para votar por la fórmula pragmática de la unión, que tiene las ventajas de relevar a los escoceses de unas cuantas preocupaciones, comenzando otra vez con la de la competencia, la indiferencia o la enemistad de los ingleses.

Se impuso la “sensatez de lo convencional”. Nada de campo para la osadía. Nada de nuevas invenciones. Nada de tratar de abandonar de una vez y para siempre el espantajo de la falta de reconocimiento. Pero sí la reiteración de insuficiencias que paradójicamente siempre ha servido para reclamar. Y sobre todo sí al respeto que merece el perdedor, cuando encarna una forma digna de ver las cosas. Menos popular y obvia que la de los ganadores, que por lo general se van por lo más seguro. Por lo menos arriesgado, así sea lo menos creativo. De manera que los perdedores, con el decoro de los que guerrean sin tregua, aunque no salgan siempre victoriosos, siguen marcando una diferencia cargada de dignidad, convirtiéndose en sombra implacable de la que nadie puede escapar.

El resultado puede haber sido benéfico para todos, porque del reclamo de independencia nadie se puede arrepentir, como tampoco se tiene que arrepentir nadie de haber obtenido la garantía de toda una serie de ventajas propias del auto gobierno, sin tener que hacer mayores gastos, particularmente en materias como la defensa nacional y otras en las que a punta de rebeldía e insistencia se han obtenido condiciones mejores tal vez que las de una nación independiente. Todo para que quede demostrado que perder no es una desgracia sino un arte, mientras en algún lugar haya alguien que piense que el que perdió pudo haber sido el mejor.

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