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El artista versus el asesino

Cartas de los lectores
26 de diciembre de 2013 - 08:46 p. m.

He leído con verdadero interés los argumentos de la opinadora Catalina Ruiz-Navarro a favor de la separación entre moral y estética. Sus pirotécnicas ideas buscan forzar una apología de ‘El Cacique’ de La Junta en la que no se juzgue el legado vallenato con la crónica roja.

No se le antoja otra manera de hacerlo que citar algunos ejemplos históricos equiparables al invaluable legado cultural que nos dejó la voz de aquel niño que cantaba el precio de la leche en el mercado.

Nos propone la buena de Cata algunos casos en los que el descaro no perjudica la admiración: un médico vienés cuyos experimentos con la cocaína fueron repetidos por Huxley con el LSD o Sartre con la mezcalina, un profesor alemán con resentimientos enfermizos que aprovechó su rectorado para patear algunos culos tan académicos como el suyo, o un endeudado compositor de óperas maratonianas que criticó, en el lejano siglo XIX, los experimentos con animales.

Su más atrevido y rebuscado ejemplo es el de Pitágoras, quien poseído por una ira gélida de matemático —tipo el unabomber— fue capaz de asesinar a su discípulo Hipaso por chismoso.

Pellízcate. Portal web.

Diomedes Díaz

He leído con mucha alegría las columnas de ayer de Catalina Ruiz-Navarro y de Tatiana Acevedo. Ambas rescatan el carácter y el valor de un autor vallenato como Diomedes Díaz.

Todos los contrastes que le atribuyen a su personalidad son ciertos. Y todo el daño que causó también. Sin embargo, es indudable que el llamado ‘Cacique’ de La Junta dejó un legado acaso inigualable en términos musicales: sus vallenatos y su obra en general pasarán a la historia, por ser ellos comunes a nosotros. Por supuesto que se forma licenciosa de pasarse la vida no es digna de imitar. Los jóvenes cantantes deberían, al contrario, admirar lo admirable y tomar como ejemplo su vida para saber bien qué es lo que no deben hacer cuando gozan de un talento innato para cantar cosas que son, prácticamente, himnos de la vida colombiana.

Julio Peña. Bogotá.

 

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