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El arzobispo de Canterbury

Christopher Hitchens
22 de febrero de 2008 - 12:26 a. m.

En diciembre de 1931, George Orwell se hizo arrestar en los barrios bajos del este de Londres a fin de investigar las condiciones “en sus entrañas”, y luego escribió un ensayo sobre las personas que conoció mientras estaba detenido.

Uno de ellos era cliente de un carnicero kosher que había desfalcado dinero de su superior. Para sorpresa de Orwell, el hombre le dijo que “su empleador probablemente tendría problemas en la sinagoga por haberlo llevado a juicio. Parece que los judíos tienen cortes de arbitraje propias, y se supone que un judío no lleva a juicio a otro judío, al menos en un caso de violación de confianza como éste, sin haberlo antes sometido al tribunal de arbitraje”.

El lector podría pensar que este tipo de reliquias del gueto medieval, y del control rabínico, habría más o menos desaparecido en Inglaterra en el siglo XXI. Y en buena medida, eso es cierto. Todavía existe una Beth Din, o tribunal religioso, en el próspero suburbio de Finchley al norte de Londres, en el cual los ultraortodoxos presentan algunas de sus disputas más arcanas. (Este pequeño mundo es descrito de manera divertida por Naomi Alderman en su encantadora novela Disobedience). Pero en líneas generales, los judíos en Gran Bretaña deben responder a las mismas leyes que todos los demás.

Pero ahora el arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, ha citado la Beth Din como una de sus razones para señalar que la Shariah, o ley islámica, puede y debe convertirse en parte de lo que el llamó la “jurisdicción plural” en Gran Bretaña.

Su razonamiento, si puede llamarse así, es claro: otras religiones ya tienen sus propias autoridades legales, entonces, ¿por qué no también los musulmanes? ¿Qué podría ser más tolerante y diverso?

Este mismo argumento ya ha sido usado, y será usado nuevamente, para demandar que las leyes que gobernaban la “blasfemia”, escritas originalmente para proteger solamente a los cristianos, deberían ahora, de modo no discriminatorio, ser reformadas para proteger también a los musulmanes.

La alternativa —no tener ninguna ley sobre blasfemia y dejar que sean lastimados los sentimientos de la gente religiosa, del mismo modo que los sentimientos de los seculares son regularmente ofendidos por la religión— no se le ocurre al arzobispo ni a la gente que piensa como él.

Una entrevista con Williams en la BBC lo hizo teorizar que la apertura de la Shariah “ayudaría a mantener la cohesión social”. Esta frase implica que una concesión de ese tipo disminuiría la propensión a la violencia entre los musulmanes. Pero ese tipo de abyección no es la única definición de cohesión social que  tenemos.

Por una agradable coincidencia, un grupo de estudios de Londres llamado Centre for Social Cohesion (Centro para la Cohesión Social) dio a conocer un informe justo unos días antes de que el líder de los anglicanos y episcopales del mundo capitulara frente a las demandas islámicas. Titulado Crimes of the Community: Honour-based violence in the UK, (Crímenes de la comunidad: la violencia derivada de las leyes de honor en el Reino Unido), constituye un espantoso informe de la rápida propagación del crimen teocrático. Los principales títulos son el asesinato y los golpes contra las mujeres, la mutilación genital, el matrimonio forzado y los métodos empleados contra quienes se quejan.

Tal vez el cuarto sea el más preocupante.  Imaginen la vida de una joven mujer de habla urdú traída a Yorkshire desde Pakistán para casarse con un hombre —posiblemente un primo cercano— al que  nunca conoció. Él toma su dote, la golpea y abusa de los hijos que le fuerza a tener. No se le permite dejar la casa a menos que esté acompañada por un familiar masculino y esté sumisamente cubierta desde la cabeza hasta los pies. Supongan que la mujer es capaz de contactar a alguno de los pocos grupos de apoyo  para las mujeres. Lo que  debería ser capaz de decir es: “necesito a la Policía, y necesito que se haga cumplir la ley”. Pero lo que seguramente le dirán es: “Es mejor que su problema sea manejado por la comunidad”. Y esas palabras, casi una sentencia de muerte, ahora han sido avaladas —e incluso defendidas— por la autoridad espiritual oficial del país.

El lector podría argüir que estoy describiendo un caso extremo (mas no tan excepcional), pero es el principio de igualdad ante la ley lo que realmente importa. Y simplemente miren de qué modo casual este clérigo con rostro de carnero bota el trabajo de siglos de civilización: “Creo que es un poco peligrosa una aproximación a la ley que simplemente diga ‘hay una ley para todo el mundo y eso es todo lo que hay que decir’, y cualquier otra cosa que ordene vuestra lealtad o fe es completamente irrelevante en el proceso de las cortes’ ”, declaró Williams.

En medio de esta lúgubre verbosidad y eufemismo, la simple declaración —“hay una ley para todo el mundo y eso es todo lo que hay que decir”—  se destaca como un diamante en un basurero. Se destaca precisamente porque es dicha simplemente, y porque su esencial grandeza es inteligible para cualquiera.

Sus principios deben ser justamente tan inteligibles y accesibles para quienes todavía no hablan inglés, del mismo modo en que el gran lord Mansfield, principal magistrado de Inglaterra, dispuso en 1772 que, sin importar el lugar de nacimiento, un esclavo dejaba de serlo una vez ponía los pies en suelo inglés.

¿Es así de simple?

Respecto a las mujeres que son la presa principal del sistema de la ley islámica, sus tribulaciones verdaderas comienzan por lo general cuando son embarcadas o llevadas en avión a Gran Bretaña.

Esta desgracia moderna es profundizada y extendida por un clérigo fatuo que, presidiendo una iglesia cada vez más enflaquecida, cismática e irrelevante, sostiene sin embargo que cualquier religión es mejor que no tener ninguna.

* Periodista, comentarista político y crítico literario, muy conocido por sus puntos de vista disidentes, aguda ironía y agudeza intelectual. c.2008 WPNI Slate.

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