El brutal pesimismo de la paz

Sergio Otálora Montenegro
04 de marzo de 2017 - 02:00 a. m.

MIAMI.-LA ÚLTIMA ENCUESTA DE GALLUP deja un sabor demasiado amargo en la boca. Es como si, de repente, a la difícil construcción de la paz se le hubieran colgado todos los juguetes posibles: corrupción, incompetencia, desprestigio, falta de liderazgo, impopularidad.

Apenas el pasado miércoles empezó el proceso de desarme de las Farc. Un hecho, en sí mismo, de enorme trascendencia. Pero pesan más, en este momento, el escepticismo, la incredulidad, el cinismo, el desencanto ante semejante hecho histórico. Es como si de tanta sangre derramada en sucesivas décadas de violencia, ante tantas promesas incumplidas, ante tanta manipulación a diestra y siniestra, los colombianos hubieran desarrollado una resistencia natural contra cualquier esperanza. Es el miedo intenso a un nuevo fracaso.

Hace 30 años ver a un Manuel Marulanda Vélez poner a un lado los fierros para dedicar sus energías sólo a la política habría sido motivo de euforia para gran parte de la sociedad, sobre todo aquella afectada por la violencia. Ahora, esa llamada en otras épocas “banda de forajidos”, “pandilla de cuatreros”, “cuadrilla de bandoleros”, que apareció de manera incesante en los titulares de la prensa a lo largo y ancho de 52 años de guerra sin cuartel, llega al desarme en un país tan descreído que da miedo.

Porque al lado de la indiferencia o la rabia o la decepción, no han dejado de funcionar los factores que dieron al traste con los pasados esfuerzos de reconciliación. El 59 % de los encuestados por Gallup cree que no existen garantías para ejercer la oposición en Colombia.

Ese humor de investigación llamado “La Pulla” nos recordó, con el tono de reclamo y de ironía de María Paulina Baena, “cómo te matan en Colombia si piensas diferente”. Y lanzó una cifra aterradora: en lo que va corrido del año, han asesinado a 22 líderes populares. Y entre 2005 y 2010 hubo un 96 % de impunidad ante los crímenes cometidos por razones políticas. Nada ha cambiado, en lo esencial, desde el momento en el que arrancó la guerra sucia y el exterminio contra la Unión Patriótica, en el año 1986, cuando las Farc estaban en una tregua amenazada por todos sus flancos.

Hoy tenemos presidente premio Nobel de Paz, acuerdo firmado y ratificado por el Congreso (a pesar de que no se pudo refrendar a través de un referendo) y un proceso de desarme y desmovilización en marcha. Pero resulta que Santos, de acuerdo con Gallup, tiene un nivel de desaprobación (71 %) casi tan alto como el de las Farc (74 %). Este hijo de un sector de la burguesía que siempre miró con malos ojos el fin de la guerra, que defendió la tierra arrasada desde su tribuna en El Tiempo, no ha podido despegar como líder, al estilo de lo que fue Belisario Betancur, el llamado Lenin de Amagá, en la primera mitad de la década de los 80. Un dirigente conservador, que se vendió como alternativa al bipartidismo, puso todo su carisma y pulso político en una fórmula de hacer la paz para ganar la guerra. Y se estrelló con su propio invento.

Santos tiene a su favor a las Fuerzas Armadas y a un importante sector de la clase dirigente. Pero cuando los escándalos de corrupción salpican a su Gobierno, cuando la Corte Constitucional, el Parlamento y los partidos se rajan en el examen de confianza y credibilidad, es precario el oxígeno político para consolidar de verdad una paz sin reversa.

Qué inmensa paradoja por la que atraviesa Colombia. Muy pocos, según la radiografía de Gallup, creen que el acuerdo con la guerrilla más antigua del hemisferio Occidental vaya a servir para lograr la justicia social, el fin de la violencia y la consolidación de un proceso de verdad y reparación de las víctimas. Y demasiadas personas piensan que las Farc y el Gobierno harán conejo y violarán la palabra empeñada.

No hay posibilidad para un engaño más. Por lo menos hay una guerrilla que ha prometido cumplir lo pactado. Ya firmó un acuerdo. La institucionalidad, en su conjunto, tiene la tarea histórica de desmontar la máquina de asesinatos sistemáticos que ha pulverizado cualquier esfuerzo de construir una sociedad de veras democrática.

Muy pocos creen en la política y en los políticos. Hay fatiga. Hastío. Nunca como ahora valdría rescatar esa vieja y tal vez manoseada frase que pasó a la inmortalidad en las revueltas de París, en mayo de 1968: la imaginación al poder. Reinventar un país que ya no cree ni en sus propios demonios.

@sergiootalora

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