El capital político de la paz

Alejandro Reyes Posada
30 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

El presidente Uribe recibió en 2002 un Estado a punto de colapsar y lo transformó en otro que recuperó el control territorial y la confianza de una buena parte del pueblo en que la Fuerza Pública podía darle seguridad bajo su mando. Esta proeza explica la sostenida popularidad del expresidente. Él y una gran parte de sus seguidores coincidieron en percibir el Gobierno como una maquinaria ineficiente, perezosa y capturada por intereses corruptos, y estuvieron de acuerdo en reemplazarlo por un modelo de caudillismo democrático, de cara a la comunidad, que consideraron una forma de gobierno más eficaz para solucionar los problemas del país.

Álvaro Uribe gerenció personalmente los asuntos locales en los consejos comunitarios, pero la consecuencia de su activismo fue que instauró un modelo centrado en su liderazgo personal, que marchaba o se detenía según el impulso del presidente. Su atención al detalle le alcanzaba para dirigir personalmente algunas políticas prioritarias, pero el costo oculto fue inhibir la iniciativa y la capacidad de sus colaboradores para estructurar políticas de fondo y menos aún para consensuarlas en el debate democrático. Uribe devolvió la sensación de seguridad, pero heredó un aparato de gobierno impotente para agenciar transformaciones de largo aliento, necesarias para entrar en la senda del desarrollo sostenido. La confianza inversionista y la cohesión social no fueron suficientes.

Santos no ejerce un liderazgo personal que convoque multitudes ni que despierte la devoción irrestricta de sus seguidores, y por eso delega en sus ministros la ejecución de las políticas, cuyo acierto o fracaso define su permanencia o su reemplazo. En su primer mandato tuvo aciertos notables, como la estructuración de los grandes proyectos de infraestructura por Germán Cardona, la restitución de tierras agenciada por Juan Camilo Restrepo o el restablecimiento de relaciones con los vecinos por María Ángela Holguín, pero tuvo muchas áreas de gobierno donde no hubo capacidad institucional ni liderazgo para hacer bien la tarea, dependiendo de los compromisos de las cuotas políticas representadas en los altos funcionarios.

La obra histórica de Santos es haber logrado la paz con la mayor guerrilla del hemisferio y haber sentado a la segunda en la mesa de conversaciones de Quito. Para lograrlo, sin carisma personal ni capital político propio, tuvo que negociar primero con una coalición heterogénea de jefes políticos interesados en que la mermelada llegara a sus tostadas, que cobraron en efectivo su participación en la Unidad Nacional y su apoyo al proceso de paz.

Por eso la verdadera negociación de paz, que consistió en pactar los cambios estructurales que necesitan el mundo rural y la democracia, con participación popular, a cambio de la desmovilización de las guerrillas, encuentra un ambiente político sin consenso para hacerlos, es decir, un cheque sin fondos políticos para pagar la cuenta prometida, que tendrá que pagar el sucesor de Santos desde el 2018.

Los fondos de capital político para realizar los cambios sociales de la paz tendrán que venir de un consenso ciudadano cada vez más robusto a favor de la modernización de las estructuras arcaicas que frenan el desarrollo, como el feudalismo agrario y la corrupción política en cascada, y no saldrán de los barones electorales que se lucraron de la guerra y del proceso de paz.

 

alejandroreyesposada.wordpress.com

 

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