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Él

William Ospina
17 de junio de 2012 - 01:00 a. m.

Tuvo su hora. Tuvo la oportunidad de cambiar el destino de su país. Hubo un momento en que parecía dueño de todas las llaves, y lo era, pero utilizó sólo algunas. Tenía que librar una guerra y lo hizo, pero las guerras no pueden ser eternas.

Ningún estratega combate para perpetuar la guerra sino sólo para ganar las condiciones de hacer la paz. Y la paz, salvo la de los sepulcros, se resuelve en tratados. El que no se propone llegar a ellos prefiere negar la guerra desde el comienzo, y él intentó esa fórmula. “No hay tal conflicto”, decía, “esta es una mera persecución de bandidos”.

Algunos fingieron creerle, pero ¿cómo borrar de un plumazo o por artes mediáticas una guerra de casi medio siglo? La persuasión del político y aun del estadista no equivale a las volteretas del mago. Uno no puede negar que existe la serpiente mientras declara que tiene todos sus ejércitos luchando contra ella. Y si la lucha es legítima, la voluntad de utilizar todos los recursos eficaces para terminarla es un deber sagrado.

Por supuesto que esa paz de los acuerdos tiene que tener otros componentes para llegar a ser una paz verdadera. Requiere por lo menos encontrar soluciones de fondo para los jóvenes que son los instrumentos y las víctimas de todas las violencias. Y ello no se logrará sin empleo, educación y cultura, o más bien sin una fusión creadora de esos tres remedios. Pero el fin de las fiestas de la muerte es la condición necesaria de ese nuevo comienzo.

Él insiste en que eran suyos los votos que eligieron a su sucesor, que por ello el sucesor está en deuda con él y traiciona sus compromisos. Pero en un país como el nuestro esas cuentas retrospectivas son turbias. Llamar la atención sobre el origen de unos votos nos llevará a examinar los suyos, a determinar qué fuerzas contribuyeron a elegirlo a su turno, y está vivo el debate sobre el influjo de los ejércitos ilegales en su primera elección, de las maniobras ilegales en la segunda.

Pero más importante es pensar que ocho años de gobierno son más de lo que ningún otro ha tenido para consolidar un modelo y abrirle camino a una política. Si diez años después los problemas siguen vivos, eso por lo menos revela que su política requería de otros componentes. Él mismo no negaba a menudo que la negociación fuera su objetivo. Se envanece de haber desmovilizado unos ejércitos, y en parte lo hizo; por ello no puede negar la eficacia de los marcos jurídicos en esos procesos.

Desde hace más de tres décadas Colombia sabe que sobre todo le tienen miedo a la paz los que se benefician de la guerra. Hay que explicarles que hay maneras menos cruentas y menos luctuosas de salvar a la patria. Pero él es obstinado, es pendenciero, es soberbio, y parece empeñado en hacer sentir que no tiene una filosofía sino apenas una psicología. Por los complejos avatares de la política perdió el poder de un modo más brusco que otros. Y ahora, como el Ricardo II de Shakespeare, rumia la nostalgia de su reino perdido. Si perdía los estribos cuando estaba bien instalado en el poder, ¿cómo no va a perderlos ahora que corre el riesgo de ser una sombra? Deberíamos tranquilizarlo. Decirle que nadie va a olvidar las cosas útiles que hizo. Que algunas de ellas podrían ayudar a llevar el país a la paz, pero que cada vez es más evidente que no podía ser él quien concluyera ese proceso.

Es una lástima que pierda de esa manera el control. Disminuye su estatura histórica y dilapida su poder político. Porque uno no puede dejar de establecer el contraste entre el estadista que antes tenía en sus manos todo el poder, y el ciudadano impaciente que ahora sólo tiene un Twitter. El país formal se ha acostumbrado demasiado tiempo a creer en la institución presidencial, y no es fácil acostumbrarse a verla convertida en circo de pueblo.

Si conservara su dignidad, su inteligencia, a lo mejor todavía tendría un futuro político. Con sus iras penosas de viudo estrenando juguete, a los ojos de la sociedad se irá convirtiendo en un personaje pintoresco, o, a lo sumo, en el líder de una secta cada vez más agresiva pero cada vez más minoritaria.

Aquí, en tiempos de la Conquista, decían que el que viaja a Sevilla pierde su silla. Todavía es igual. Nuestra realidad es cambiante como las nubes. Interpretar la realidad exige ser avisado, perspicaz y oportuno. Nadie logra ser por mucho tiempo el intérprete del momento histórico. Y alguien que estaba ayer en el corazón de la historia puede descubrirse de pronto convertido en una piadosa reliquia. 

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