El deporte nacional

Catalina Ruiz-Navarro
20 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

La semana pasada este periódico contó la historia de cómo una trabajadora sexual había sido víctima de una violación grupal por siete jugadores del Santa Fe. La nota, que desafortunadamente usaba el término “fiesta sexual” en vez de violación, contaba cómo el periódico tuvo acceso a una denuncia hecha el 1 de febrero, un día después de que el Independiente Santa Fe quedara campeón de la Super Liga, esto es un secreto que se ha guardado durante al menos cinco meses. Una trabajadora sexual fue contratada “para celebrar la victoria” en el hotel Dann. La trabajadora cuenta que aceptó tener relaciones con el jugador Carlos Mario Arboleda, quien le pagó por sus servicios y, luego, otro jugador, cuyo nombre no se conoce, le ofreció $500.000 por tener sexo con él. Cuando estaban en la habitación, y ella ya estaba desnuda, subieron al cuarto otros seis jugadores y dijeron que querían unirse. Ella dijo que no, pero el jugador que la había contratado le dijo a sus compañeros de equipo: “Hágale, aprovechen”. Y entonces la violaron en grupo. “Me cogían fácil, como un muñeco, me volteaban de todas las formas (...) y cada uno lo hizo conmigo. Yo no quería, pero no me dejaban ir”.

Esta es una historia más en la lista de agravios en materia de violencia de género que tienen los futbolistas en Colombia. Los escándalos por maltrato y violencia sexual son frecuentes en los equipos, y para todos es claro que un comportamiento así no tiene consecuencias profesionales; que lo diga Pablo Armero. Tampoco extraña el rumor de que le dieron dinero a la trabajadora sexual para comprar su silencio (y quizás por eso es que hasta ahora nos enteramos). Aún así, los miembros del equipo que han hablado a los medios y César Pastrana, presidente del Santa Fe, han dicho que no tienen ni idea de la dichosa fiesta, y Arboleda hasta dijo que celebraron con una cena familiar. En su comunicado oficial, el equipo dijo que si bien rechazan cualquier acción por fuera de la ley, “las acciones de las personas son individuales y la responsabilidad de los hechos por fuera de la ley es personal, en los eventos en que ello suceda”. Es decir, hasta que los jugadores decidan violar a una mujer a mitad de un partido y en el centro de la cancha, no habrá consecuencia alguna.

Como bien han dicho ONU Mujeres y Jineth Bedoya desde la campaña “No es hora de callar”, estas acusaciones no pueden ser consideradas por las federaciones, equipos y clubes como “un asunto privado de los jugadores”. Tenemos suficientes casos para asegurar que estos no son casos de violencia aislados. Eso de la violación en grupo es un comportamiento que se ha tipificado y que sirve para crear vínculos de lealtad en un grupo de hombres. Una violación en grupo no ocurre porque a varios hombres les gusta una misma mujer, o porque se gusten entre ellos (aunque quizás), ocurre para afirmar la virilidad de un grupo de hombres que quieren gritar, en coro, “esta noche me emborracho, picho y peleo”. El fútbol también hace parte de esos rituales de reafirmación de la masculinidad, lo cual no tendría nada de malo si esa masculinidad no fuera tan violenta. Pero los hombres, incluso los hombres que se sienten “buenos hombres”, siguen construyendo sus vínculos afectivos con otros hombres a través de la cosificación de las mujeres. Basta con echar una mirada al archivo de fotos de sus grupos de WhatsApp.

Son estas mismas dinámicas de masculinidad tóxica las que le dan ese halo de teflón a los jugadores de fútbol, porque el fútbol es uno de esos pocos espacios en los que los machos se permiten mostrar sus emociones. Sin fútbol para celebrar y sin tetas para morbosear, muchos hombres no sabrían cómo hacerse amigos de otros hombres. Son maneras estúpidas, reduccionistas y que permiten que ocurran crímenes tan violentos como una violación grupal. Es esa masculinidad tóxica la que les hace pensar que una trabajadora sexual es menos persona y más enchufe, que les impide ver que todas las mujeres tenemos derechos y dignidad.

El fútbol colombiano se ha convertido en una máquina que, a la vez que reproduce la violencia de género, distrae y protege a los perpetuadores (tanto jugadores como espectadores) de la violencia de género que ejercen. Cada vez parece más clara y necesaria una intervención en el fútbol, que ha perdido su puesto ahora que violentar a las mujeres es el primer deporte nacional.

@Catalinapordios

 

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