El desarrollo económico

Salomón Kalmanovitz
26 de febrero de 2018 - 02:00 a. m.

Una buena definición de desarrollo económico es la elevación de las capacidades humanas de una población (Dani Rodrick), que al poder producir más sabiamente también contribuyen a un crecimiento económico más rápido. El escalamiento de las capacidades tiene que ver obviamente con la educación, aplicadas a todas las actividades económicas, pero la que más efecto multiplicador tiene es la industria, en especial si se trata de actividades intensivas en mano de obra. La minería tiende a ser intensiva en capital y ocupa poca población, algo que se repite con la agricultura moderna. La primera tiene el inconveniente de que sus precios son volátiles y generan ciclos de bonanzas seguidos por crisis que se amplifican por toda la economía.

Las bonanzas mineras tienen efectos indeseados en las actividades industriales y agrícolas que exportan o compiten con las importaciones, conduciendo a una especialización indeseable para el desarrollo de largo plazo, proceso que es reconocido en la literatura económica como enfermedad holandesa. En los años 70, Holanda descubrió yacimientos de gas en el Mar del Norte y la renta que produjo revaluó el florín y desindustrializó parcialmente al pequeño país.

No obstante, un buen sistema político puede utilizar la renta minera precisamente para elevar las capacidades humanas mediante la educación y la diversificación de la economía. Cuando este tipo de instituciones es inexistente, como en la mayor parte de América Latina y en Colombia, la especialización minera conduce a una pérdida incluso de las capacidades humanas que se habían logrado acumular por 50 años de industrialización protegida.

Rodrick compara los exitosos procesos de desarrollo en el este asiático, China y Japón, con los de América Latina. Encuentra que el seguimiento de las fórmulas de apertura comercial y de capitales, liberación financiera, banco central independiente y baja inflación, disciplina fiscal y privatizaciones fueron decepcionantes para el crecimiento económico de nuestra región, mientras que la intervención puntual del Estado en Asia fue decisiva para apuntalar su desarrollo. Pero la diferencia fundamental fue la debilidad de los Estados de América Latina y sus fundamentos clientelistas que deterioraron la calidad de las políticas públicas. Chile fue el país de mejor comportamiento en el continente, precisamente por contar con un Estado relativamente fuerte, siendo el que primero adoptó las fórmulas de apertura comercial y financiera. Sin embargo, comparado con los países de Asia, el desarrollo de Chile fue menor y el fin de la bonanza minera lo dejó exangüe, como al resto de América Latina.

En Asia, por el contrario, se contó con Estados fuertes y burocracias competentes que fueron los agentes de cambio incremental, interviniendo los mercados, propiciando en China empresas públicas y mixtas en los niveles regionales y municipales, mientras que otorgaron incentivos fiscales y crediticios a las empresas exportadoras en Corea del Sur y Taiwán, así como castigos a los que incumplieran metas acordadas; todos mantuvieron un nivel de protección de sus mercados internos que se fue reduciendo en la medida en que obtenían amplios superávits comerciales.

Todavía se escuchan voces en nuestro medio que insisten en que la salida de la encrucijada de crecimiento volátil y escaso desarrollo son más reformas de libre mercado, bajos impuestos y menos intervención estatal. ¿Estarán en lo cierto?

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