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El enemigo íntimo

Catalina Ruiz-Navarro
03 de julio de 2013 - 11:05 p. m.

El periodista Juan Pablo Barrientos se enteró de que el Consejo de Redacción de Teleantioquia Noticias estaba chuzado, porque lo llamaron a regañarlo por usar palabras displicentes para hablar de los políticos de Medellín.

 El diputado Adolfo León Palacio llevó, amable y desinteresadamente, la grabación del consejo a la oficina de la gerente de Teleantioquia Selene Botero. Botero no le preguntó de dónde había sacado semejante video —¿le pareció una pregunta retórica?— y en cambio se escandalizó por el lenguaje soez que usaba el director de noticias al quejarse, porque se aplazaban los debates en la Asamblea Departamental por un partido de fútbol.

Palacio ahora denunciará penalmente a Barrientos por injuria y calumnia. El diputado dice que no está buscando la cabeza de Barrientos, pues según él, no lo conocía y ni siquiera reconoció su voz en la grabación. Lo que sí reconoció, inexplicablemente, es que la grabación era del Consejo de Redacción de Teleantioquia y no de cualquier otro medio informativo.

Un segundo ataque a la libertad de prensa, tan cantinflesco como escandaloso, sucedió la semana pasada. El magistrado Guillermo Vargas —que defiende a Roy Barreras— exigió que Fidel Cano, director de este diario, fuera investigado penalmente por fraude judicial por no ceder un video que mostraba al presidente del Senado formalizando la entrega de un bien incautado por la DNE a una iglesia cristiana, y que puede llevar a la pérdida de la investidura del Senador. La exigencia es estúpida y descabellada: El Espectador nunca tuvo una copia del video, pues en el artículo pues usó el material que un tercero había subido a Youtube y aun si tuviera en sus manos una copia física, no tendría por qué entregarla ni revelar cómo la obtuvo.

Dos videos. En el primero, cuando registrar es un crimen, nadie pregunta quién lo grabó. En el segundo, cuando grabar es legítimo pues se trata de un evento público y una denuncia ciudadana, se busca perseguir al autor. Estos dos casos muestran, de forma preocupante cómo los servidores públicos no parecen tener claro qué es un ataque a la libertad de prensa. Mientras unos piensan que es más grave insultar que infiltrar un consejo de redacción, otros, en un despliegue de perversa ignorancia por cómo funcionan los contenidos de la red, asumen que una investigación penal puede obligar a un periodista a materializar lo intangible y que se puede perseguir a los ciudadanos que de manera anónima divulgan sus denuncias en Internet.

Colombia es históricamente el país con más periodistas asesinados del mundo: 140 desde 1977 hasta el 2013. El número de muertes ha mermado significativamente en los últimos 10 años, pero esto no necesariamente quiere decir que la situación de la libertad de prensa esté mejor. El recuerdo de esos asesinatos vive como una advertencia omnipresente que late con fuerza en un panorama en el que no se puede garantizar la privacidad de un consejo de redacción y en el que los periodistas están expuestos a demandas absurdas, pero intimidantes y costosas —económica y emocionalmente— que envían a todo el gremio una clarísima señal. Hay menos muertos sí, pero porque los ataques se han sofisticado al punto que hoy la autocensura es obstáculo más grande para el periodismo en Colombia, un enemigo íntimo que susurra en las almohadas, y que difícilmente se puede contener o medir.

 

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