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El euro al banquillo

Arlene B. Tickner
22 de mayo de 2012 - 11:00 p. m.

A última hora el gobierno de Barack Obama decidió trasladar la reunión del G8, los pasados 18 y 19 de mayo, de Chicago —donde tendría lugar dos días después la cumbre de la OTAN— a Camp David, para “facilitar una discusión libre” entre Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia, Japón y Rusia, lejos de la prensa y de los manifestantes.

El objetivo inmediato: hacerle a la canciller Ángela Merkel una encerrona discreta pero enfática para que Alemania acceda a promover un plan de estímulo de crecimiento económico en la Eurozona.

Junto con François Hollande y David Cameron, Obama defendió la tesis de que la estrategia alemana de austeridad “talla única” ha sido contraproducente y que en la actual coyuntura impedir un mayor deterioro económico en Europa es imperativo. El escenario apocalíptico que prevé, entre otros, el premio Nobel Paul Krugman, incluye el arrastre de varios países de la “periferia” europea y el descarrilamiento del lento proceso de recuperación estadounidense. Y con ello las perspectivas de reelección demócrata en noviembre.

El tire y afloje entre la insistencia sobre la disciplina fiscal y el reclamo de un cambio de rumbo no bastó para que la declaración conjunta hecha por los miembros del G8 enfatizara el compromiso a tomar todas las medidas necesarias para fortalecer las economías de la Eurozona, con el fin de dar un parte de confianza a los mercados mundiales. Sin embargo, la posición adoptada esta semana por los líderes de la Unión Europea frente al “corralito” en Grecia podrá dar mejores indicios sobre el estado de ese pulso. Al no contrarrestarse con nuevas inyecciones de capital por parte del Banco Central Europeo, éste podrá provocar la salida inmediata de ese país de la Eurozona, la cual algunos consideran inevitable, si no ahora, después de las elecciones de junio. En ambos casos el reto inmediato será blindar a los demás países en crisis (España, Italia, Portugal e Irlanda) de un contagio de desconfianza y un posible abandono en masa de la Eurozona.

Además de agravar en lugar de corregir la crisis económica, el riesgo político de la ortodoxia se ha puesto de presente en países como Francia y Grecia, en donde los electores no sólo votaron en contra de quienes la defendían sino que su indignación con el desempleo y el recorte de rubros sensibles del gasto público ha dado lugar al ascenso del extremismo de derecha y de izquierda. Es diciente que los mismos alemanes hayan comenzado a cuestionar las políticas que les han garantizado crecimiento, empleo y bienestar, pero que han generado efectos negativos para muchos otros del continente.

Desde las elecciones locales en Renania del Norte-Westfalia —el estado más grande del país con una influencia histórica en las elecciones nacionales—, que dieron la peor derrota al partido democristiano de Merkel desde la Segunda Guerra Mundial, hasta las marchas Blockupy en las calles de Fráncfort (la sede del Banco Central Europeo), la “dama de hierro” de la austeridad se ve cada día más aislada.

Independientemente de ello, si en algo tiene razón Merkel es en que la muerte del euro sería también la de la idea de Europa. Una lección nefasta para otras regiones del mundo que han visto en la Unión Europea un modelo a seguir.

 

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