El falso dilema de los recursos naturales: Estado versus ciudadanos

César Ferrari
14 de junio de 2017 - 04:30 a. m.

En los últimos tiempos, cada vez con más frecuencia, se han sucedido una serie de consultas populares en diversos municipios del país que como resultado han bloqueado el acceso a sus territorios a las explotaciones mineras y de hidrocarburos a cargo de grandes empresas. Casi siempre, la consulta ha sido planeada alrededor del uso del agua en términos de vida versus minería. Parecería que si la disputa por la tierra fue el conflicto por excelencia del siglo XX, para muchos, la disputa por el agua sería el del siglo XXI. 

Dichas consultas y los consecuentes bloqueos comienzan a preocupar al Estado pues, claramente, interfieren en las decisiones y autorizaciones que le corresponden. Además, reducen sus ingresos potenciales por regalías y por impuestos, justo cuando requiere aumentar significativamente el gasto público para construir cientos de infraestructuras necesarias para el desarrollo del país y para proveer los bienes públicos que permitan satisfacer numerosas necesidades insatisfechas que la población reclama. Más aún, resultan una limitación para la generación de divisas en un país que requiere financiar gran parte de sus importaciones de bienes intermedios y bienes de capital que no produce.

Dichos hechos plantean una interrogante fundamental: si los recursos naturales son patrimonio de la nación y su explotación se supone beneficia a toda la sociedad, ¿cómo así un grupo pequeño de la población decide bloquearla porque se supone los perjudica en sus ingresos y en su calidad de vida?

Para responderla, conviene tener presente, en primer lugar, que el desarrollo de la minería ha acompañado el desarrollo de la humanidad, de la civilización y de la tecnología desde tiempos inmemoriales. Es imposible imaginar la vida moderna sin explotación de hidrocarburos y minerales y su transformación en múltiples derivados: aceros, tubos de cobre, plásticos, fibras ópticas, etc. Esa explotación, obviamente, siempre se ha desarrollo en los territorios en los que han existido esos recursos naturales. De tal manera que simplemente decidir no aprovecharlos parece un sinsentido.

En segundo lugar, ese desafecto tendría que ver con quién recibe los beneficios de esa explotación, y quién asume sus costos. Pareciera que los reclamantes sintieran que ellos asumen los costos en términos de la postergación de sus campos de labranza, la contaminación de su aire y sus fuentes de agua, incluso la contaminación social de sus pueblos, y otros se llevan los beneficios en términos de unas utilidades inmensas, que se apropian en gran medida unos inversionistas distantes y en menor medida un Estado ajeno.

Pero hay otra cuestión adicional que tiene que ver con la rentabilidad de la inversión. A los ojos de los inversionistas, si es insuficiente simplemente no invierten. Esa rentabilidad la calculan dividiendo los ingresos netos por el monto invertido. Los ingresos netos resultan de restar de lo que percibirían por la venta de lo explotado, lo que pagarían en salarios, gastos de capital, insumos productivos, costos y gastos financieros, así como en impuestos y regalías.

El problema es que ese cálculo no incluye los beneficios y costos indirectos del proyecto, particularmente esos costos que siente la población: la contaminación de su vida y de su economía. Mejor dicho no mide la rentabilidad social del proyecto y, en consecuencia, la retribución que le llega a la población directamente afectada, en términos de salarios y regalías, resulta siempre insuficiente.

Pero el Estado sí debe medirla, por tres razones: para autorizar con conocimiento de causa el desarrollo de esas explotaciones, para  priorizar en forma razonada y objetiva los proyectos que el país requiere, y para exigir a las empresas, más allá de los impuestos y las regalías, la compensación adecuada a las poblaciones correspondientes por los costos que las afectan directamente, o la supresión de los mismos. Esto no es un problema de negociación entre poblaciones pequeñas y aisladas y empresas poderosas… la defensa de sus ciudadanos es una responsabilidad de un Estado democrático y moderno.        

* Profesor, Pontificia Universidad Javeriana, Departamento de Economía.

 

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