“No nos gusta el petróleo pero nos disgusta más la miseria” afirmó el pasado jueves en Quito el presidente Correa, y razón tiene.
Lo dijo al informar que daba por fracasado su quijotada – la calificó de ingenuidad – de mantener indefinidamente inexplotadas las reservas de 920 millones de barriles de petróleo, el 20% de las reservas comprobadas del país, localizadas en el parque natural amazónico de Yasumí, si le aceptaban la propuesta que hace seis años le hiciera a esa entelequia vaga y resbalosa, “la comunidad internacional” para que asumiera el valor del 50% de los recursos que recibiría Ecuador como renta petrolera. Ecuador sacrificaría el otro 50%, en un ejercicio novedoso de corresponsabilidad frente al fenómeno mundial del cambio climático, compartida entre “el resto del mundo”, con los grandes contaminadores a la cabeza, y el país productor. Correa informó que con ello se hubiera evitado la emisión a la atmósfera de más de 400 millones de toneladas de CO2.
Correa la emprendió contra los fundamentalistas y sus “…insensatas agendas antitodo… que engañan con un falso dilema: el todo o nada… naturaleza o extractivismo”. Planteó que es falso porque existe el camino de salida a partir de la acción supervisora y reguladora del Estado y el empleo de tecnologías apropiadas en lo ambiental. Sin ambages afirmó que en Ecuador “necesitamos nuestros recursos para superar lo más rápidamente posible y para consolidar un desarrollo soberano”. Más claro no canta un gallo.
Anotemos que el tan publicitado socialismo bolivariano del siglo XXI frente a los temas energéticos y mineros es fríamente pragmático: Venezuela cuida a morir su petróleo, su renta petrolera para financiar sus misiones sociales chavistas, y a su principal comprador “el satánico imperio”; Cuba avanza consolidando su frente energético-minero como condición necesaria para su supervivencia económica; algo semejante puede decirse de Brasil y de Argentina; Bolivia nacionaliza las empresas mineras y petroleras, no para acabar con el extractivismo sino para mejorar su tajada de la renta petrolera.
El punto a debatir entonces no es el extractivismo minero en sí, sino lo referente a lo que la minería le deja al país, a su participación en la renta minera y luego a su empleo. Entre nosotros ese es el aplazado y fundamental debate sobre las regalías en cuanto a su monto, destinación y empleo; mucho de lo que se podrá hacer para garantizar un verdadero desarrollo regional que es en alto grado rural, depende de lo que se establezca al respecto y de la juiciosa revisión de la tributación minera, especialmente la de la gran minería. Con esos recursos frescos, propios y abundantes podrá constituirse y operar la caja o el fondo para financiar la transformación regional/rural que el país reclama y cuya necesidad es una de las principales causas del actual paro y del malestar que se respira en el día a día.
Correa parece salir en defensa de lo dicho cuando afirma que “el mayor atentado a los derechos humanos es la miseria y el mayor error (político), subordinarlos a supuestos derechos de la naturaleza… otro falso dilema pues el ser humano es parte de la naturaleza y la pobreza también atenta contra la pachamama”.
Es claro entonces que el problema, el malo de la película no es la minería, es la falta de un Estado efectivamente regulador y supervisor del negocio; de un Estado que no pretende medir su compromiso con el Bien Común por la cantidad de inversión extranjera indiscriminada que logra atraer ofreciendo para lograrlo verdaderas gabelas, sino que este ha de calificarse por la calidad de la inversión que atrae en términos de transferencia de tecnologías, de manejo responsable del entorno natural y social y de los recursos disponibles en la naturaleza; una inversión extranjera cuya actuación entre nosotros sea igual a la que tiene en su país de origen (Canadá, Australia…), donde el Estado les exige y los mineros obedecen.