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El fantasma de Pablo Escobar

Reinaldo Spitaletta
03 de diciembre de 2013 - 12:06 a. m.

El régimen de terror establecido por el emporio mafioso de Pablo Escobar por más de una década, todavía mantiene secuelas en Colombia.

 El bandido, mezcla de charro mexicanoide y Al Capone, sometió al país, arrodilló políticos, creó en el lumpen una especie de adoración infinita, despertó simpatías entre empresarios y banqueros, sobre todo por el utilitarismo de estos, y al tiempo que asesinó periodistas, tuvo a otros a sus pies.
A veinte años de su muerte, sucedida sobre un entejado de Medellín, el capo sigue siendo una figura para todos los análisis e investigaciones; es carne de antropólogos, historiadores, cineastas, reporteros, escritores, guionistas. Hay apologistas y cuestionadores. La sociedad que lo creó no ha cambiado mucho. Casi nada. Sigue siendo una en la que se llena de oprobios y todas las miserias a los descamisados (término que surgió en Italia cuando las gestas de Garibaldi y la unificación); y en la que prevalecen las inequidades y las hondas brechas sociales y económicas.

Tras veinte años de la caída del “patrón”, ni el narcotráfico ni la violencia han disminuido. Hoy, por el país se enseñorean, además de las guerrillas (también parte del tráfico de estupefacientes), el paramilitarismo de nuevo cuño, denominado no sin cierta suavización “bandas criminales”, que pastan casi que con tranquilidad total en el inmenso potrero que es Colombia. Y esto sin contar con las pandillas de barriada y los infaltables hampones de “cuello blanco”, algunos tan elegantes como el de un cisne, que, por lo demás, son beneficiarios de la impunidad.

Pablo Escobar, que cayó durante el gobierno de oscuridad de la apertura económica de César Gaviria, supo que ser político lo podía mantener por encima de ciertas sospechas. Buscó alianzas, muchos de los gamonales y caciques tradicionales se beneficiaron de sus actitudes mafiosas, y después, cuando ya era evidente su proyecto criminal, continuó la política por otros medios, y mandó a asesinar dirigentes, policías, ministros, reporteros, jueces, candidatos presidenciales, a antiguos colaboradores suyos (los Moncada, los Galeano, etc.)…

Una organización delictiva, como la dirigida por Escobar, puso en jaque al Estado. Determinó la aprobación de ciertas políticas, obligó a discutir rubros como la extradición o no de colombianos, ofreció el pago de la deuda externa y puso en “estado de sitio” a la justicia, que tuvo que apelar, como en una ficción kafkiana, a los jueces sin rostro. Secuestró periodistas y líderes políticos; asesinó procuradores, embajadores, estalló un avión comercial, atentó contra el DAS, mató a Guillermo Cano y otros trabajadores de El Espectador; cuando en Medellín erigieron un busto del periodista sacrificado, lo mandó volar.

Tuvo en sus filas siniestras, a antiguos militantes de la extrema izquierda que se sumaron a su causa mafiosa y lumpesca. Utilizó la demagogia tradicional, el sentido de la “caridad” y el paternalismo del modelo empresarial antioqueño, para cultivar simpatías entre los más pobres; a algunos de los cuales les dio casa, les iluminó canchas y les hizo marranadas decembrinas. Esos modos, y otros, los utilizó para crear ejércitos de sicarios y meter en su sangrienta cruzada a adolescentes que eran peores que Billy el Kid.

El régimen de terror impuesto por Escobar, tuvo a Medellín como epicentro. Así como había masacres en estaderos y bares, los carro-bombas estallaban casi a diario y los “ajustes de cuentas” entre bandas de narcotraficantes eran parte de la cotidianidad. El mismo Escobar llegó a dirigir “retenes”. Compraba policías así como ordenaba sus crímenes. En 1990 murieron en Medellín tantos policías, que la gente corría de huida cuando veía cerca un uniformado o una patrulla. Eran calendas de pánico.
La nefasta herencia del capo se reparte hoy entre “Los urabeños”, “Los rastrojos”, la “Oficina de Envigado” y otras múltiples razones sociales de la industria del crimen y del narcotráfico. El estilo mafioso se volvió parte de la política. Los ejemplos negativos del matoneo, las vacunas, la extorsión, la invasión de lo público por parte del lumpen, la resolución a bala de cualquier conflicto, siguen hoy vigentes en muchos sectores de la sociedad colombiana.

Hace veinte años, sobre el techado de una casa en inmediaciones del barrio La América, un grupo élite dio de baja a Pablo Escobar Gaviria, minutos después de que este colgara el teléfono, cuando hablaba con su hijo. En muchas partes hubo fiesta. Y llanto, en algunas. Pero al fin de cuentas ¿el fantasma del mafioso sigue rondando a Colombia?

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