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El fantasma del caudillismo

Eduardo Barajas Sandoval
05 de noviembre de 2012 - 11:00 p. m.

La reelección indefinida en el ejercicio de la presidencia es la nueva cara del caudillismo latinoamericano.

Nada mejor que exhibir credenciales de índole democrática para justificar una permanencia en el poder que permita darle vía libre a todo lo que al redentor de turno se le ocurra. Un período puede ser insuficiente para sacar adelante un proyecto de gobierno; dos períodos permiten de pronto completar una obra, pero la ausencia de límite puede entregar gratuitamente el destino de varias generaciones al capricho de un jefe y a una sola forma de ver las cosas.

La aparición de hombres, y ahora de mujeres providenciales, que quieren gobernar por todos los años que según su criterio sean necesarios, para poner a su patria en el sitio que ellos sueñan, amenaza con dar al traste con el reconocido proceso de avance de los países de America Latina hacia una democracia con todas las credenciales, que deben ir mucho más allá de la ocurrencia periódica de procesos electorales.

Ninguna de las constituciones nuevas del continente ha establecido la reelección indefinida como parámetro original del modelo de gobierno bajo el esquema presidencial. Por el contrario, desde un principio, y como principio, se ha omitido semejante posibilidad no solo porque no es inherente al andamiaje del presidencialismo, sino justamente para evitar el regreso a las andadas de otras épocas.

Como si no hubieran quedado atrás todos esos años de la primacía de jefes supuestamente adornados de todas las virtudes, y sobre todo de la de pensar de manera infalible por su nación entera, vuelve a rondar el fantasma del caudillismo, bajo el vestido del continuismo, con todas sus consecuencias. La combinación de herramientas está a la mano: modificar la constitución en abuso de las mayorías del congreso, o mediante las triquiñuelas que sean necesarias, para ganar luego repetidamente las elecciones en las que tanto se facilita tener éxito con las cuerdas del poder en la mano.

El resultado, en los papeles, tiene el efecto y la ventaja de blindar, como se dice ahora para todo, la permanencia del jefe, o de la jefe, en el ejercicio del poder; porque a cada retén de control de la opinión pública o de la crítica internacional se exhiben alegremente las licencias que provienen de los comicios. Y así, hasta que se quiera. Claro está, también hasta que se pueda, aunque por lo general, con esas ventajas, se puede.

Lo grave es que, como el arreglo del edificio cambia los planos originales, las modificaciones de orden constitucional realizadas sobre la marcha, y a la medida de una perdona, producen desajustes que desconfiguran la armonía del conjunto. Entonces el respectivo país tiene que aprender a vivir con unas instituciones remendadas, o se tiene que aventurar a hacer nuevos remiendos hasta que todo se vuelve un enredo formidable que puede llegar a anular la democracia en su sentido más amplio y profundo, o por lo menos a dejarla en entredicho.

La sola idea de cambiar la constitución en el afán de mantenerse en el poder puede significar que se tiene de ella una idea precaria y que es cosa fácilmente manipulable, acomodable a los intereses de los promotores de cada reforma. Y si lo que impulsa al cambio de reglas es la convicción de que solo una persona, ni siquiera un partido, es capaz de conducir el estado, y que por lo tanto debe permanecer en el poder cuanto considere del caso, el resultado no es otro que el del retorno al caudillismo, que no es precisamente una de las formas reconocidas de la democracia. Algo sobre lo cual muchos deben estar ahora mismo reflexionando, en privado y en público, por ejemplo en Argentina.

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