El laberinto que te escucha

Columnista invitado EE
29 de agosto de 2013 - 11:44 p. m.

Oráculos es un viaje, y como todo viaje tiene muchos caminos.

Es una obra de teatro híbrida, que respira y se transforma como un animal, cuyos senderos huelen, cuyo silencio suena a tintineo de campanitas en el fondo del sueño. Es una obra que está viva, como un jardín, cuyo corazón es un sol negro negro y cuyo cuerpo es un laberinto.

Oráculos (en temporada hasta el 31 de agosto en la Casa del Teatro Nacional) invita a ser habitada por el cuerpo, invita a despertar los sentidos dormidos y reencontrarse con lo más lejano: la superficie del mundo. En Oráculos somos rozados por una mano: tocados por primera vez con la poesía de la escucha. Es preciso dejarse guiar, es preciso abismarse, entregarse. O te entregas o mueres. Dice Henry Miller que la única forma de leer a Rimbaud es en un acto de entrega total. No se puede entender a Rimbaud, dice Miller. No se puede entender Oráculos porque está viva, y como todo lo que vive debe ser experimentada por los sentidos.

Cada estación del laberinto es una caja de resonancias, un recuerdo, una presentación de un sueño. En cada estación nos espera el silencio de un actor que no representa sino que presenta la posibilidad de habitar una atmósfera. El actor se convierte en el receptáculo del espectador, conduce la barca del viaje, respira al ritmo del recién llegado, ayuda, posibilita el paso de nuestra sombra al mundo de los objetos: la semilla, la piedra y el pan. El actor es el vínculo que permite la llegada a la presencia del mundo. Primero escucha al recién llegado, después se convierte en el camino, finalmente el espectador se entrega al camino. Lo importante es la entrega: la experiencia del instante puro de sensación. El laberinto silencioso es un dispositivo cambiante, un camaleón, en donde las paredes, el piso y el techo, todo tiene oídos para escuchar la sombra de quien lo atraviesa.

Oráculos está viva y la vida es horror. Antonin Artaud propone en su “teatro de la crueldad” acabar con el artificio de la representación, con la distancia entre espectador y escena que le proporciona comodidad. El teatro de la crueldad es el teatro de la vida en el que el espectador se conecta con la pura sensación y experimenta que el arte es igual a la vida y la vida también es el horror. Por eso en Oráculos también tendremos miedo de atravesar la oscuridad, enfrentaremos el horror del silencio que impulsa a escucharnos, la aprensión de comprobar que estamos sordos en el laberinto porque no hemos tenido un oráculo que silencie el caos de la realidad. Después de la caída, viene el fauno que nos da la llave y nos abre la presencia del mundo. De esta manera cada estación se presenta como un poema de la crueldad en donde la escenografía es fuerza vital y también, como en el poema Tiempo de los pimientos, del poeta antioqueño José Manuel Arango, contacto con el hilo de la muerte: “Tiempo de los pimientos: / hasta los más menudos / los arbustos entecos / se vencen de racimos”.

Esta obra es a la vez todas las artes. Rompe con el orden, la representación y el significado. En este laberinto, habitar la sensación es, por fin, encontrar la vía para ver el mundo sin ojos. Reencontrarse en lo pequeño: en la arena. Reencontrarse con el recuerdo de la niña que tuvo su propio laboratorio de sensaciones, la niña que guardaba las piedritas en cajas, que coleccionaba espejos, la niña que fue animal, que fue perro, que fue hocico que atravesaba los caminos con el puro olfato.

Acá el espectador es el dramaturgo: Oráculos es el espacio, el espejo, el camino que permite construir su propia historia.

 

 

María Paz Guerrero *

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