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El libro de Íngrid

Esteban Carlos Mejía
04 de diciembre de 2010 - 03:25 a. m.

JURÉ QUE NO LO IBA A LEER. EN VANO. Hace quince días me lo leí de un tirón y con el alma en vilo. No por ella sino por este país, incomprendido y roto.

Tenía motivos baladíes para no leerlo. Yolanda Pulecio, la mamá, me cae gorda. Es lo que en Medellín llaman una merecida, o sea, una persona que siente que se lo merece todo sin importar los deseos o las necesidades de los demás. Astrid, la hermana, parece sacada de un cuento de brujas. Y la pobre Íngrid, sobradora y engreída, se cree dueña de la honestidad y la verdad. Son prejuicios míos, ya sé, sesgado por los medios de comunicación, en los que la percepción es la realidad.

Hice, pues, de tripas corazón y leí No hay silencio que no termine (Aguilar, 710 páginas). No me importó que tuviera “las peores líneas escritas el año pasado por un colombiano —o, para el caso, por un francés”, conforme hizo ver Carolina Sanín. Tampoco me dejé llevar por la fama: no me pareció “gran literatura”, según dijo Héctor Abad Faciolince. Mucho menos que esté escrito con “las palabras justas” o el temperamento de un Archipiélago Gulag, de Aleksandr Solzhenitsyn, como exageró Santiago Gamboa.

El libro cuenta infamia tras infamia, no de modo borgiano —con intrigas y sutilezas metafísicas— sino con alevosía y sevicia, a la colombiana. Con ternura evoca al padre y luego se desliza por la selva, los bongos y los ríos de la Amazonia, los chontos malolientes de los malolientes campamentos de las Farc, las cadenas y sus llagas, las enfermedades y los vicios, las humillaciones, la amistad y la enemistad, las rangueras, los castigos verbales y físicos, la indignidad de secuestradores y secuestrados. Es un testimonio desgarrador, casi emético, por la amargura de lo narrado. “El horror”, dijo Kurtz, en El corazón de las tinieblas. Y eso a pesar de que la voz de la narradora es infatuada, llena de presunción, narcisismo y poses. Peor aún, impostada hasta el límite, con cierto afán de figuración, a ver si logra alzarse y ser leída con lágrimas.

Pero más allá del oropel o de la escoria, No hay silencio que no termine es un reflejo espeluznante de Colombia, con nuestras envidias, lacras, rencores, rabias, ilusiones, retorcimientos y violencias. Un retrato que, a la final, va más allá de su autora. En la última página, entre libertadores, cámaras y micrófonos, Íngrid abraza a su madre, esa arrebatada e impulsiva Cruella de Vil que durante los sofocantes años del secuestro de su hija no hizo nada por dejar de ser lo que es, una inofensiva y patética ex reina de belleza. Se abrazan, y dice Íngrid: “Nos abrazamos con la energía de la victoria. Una victoria que sólo ella y yo comprendíamos, porque era la victoria sobre la desesperanza, el olvido, la resignación; una victoria tan solo sobre nosotras mismas”. Tal vez por esta confesión cruda y lacerante valió la pena jurar en vano y leer el libro de Íngrid.

Rabito de paja: “El país debe saber, y lo sabe, que la justicia, en la realidad, tiene irresponsable origen en las directivas políticas más que en el seno de las corporaciones que intervienen en su elección”. Alfonso López Pumarejo, 1942.

Rabillo de paja. WikiLeaks = Justicia poética.

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