Solía exigir, con una sonrisa que parecía provenir de algún más allá, que lo llamaran Anatoly. Luego contaba apartes de su vida, que de tanto repetirlos le salían casi recitados. Que Barranca, que la aparición de un alma superior, que los auras, la comunicación con otros seres, el poder de los videntes...
Cobraba 20 mil pesos más que el resto de “curas” por cada sesión, sencillamente porque él no sólo salvaba el espíritu de los muertos, sino que salvaba a los mismos muertos cuando no querían irse del todo hacia “el otro lado”. “Es que hay unos que no se quieren marchar, pues han dejado cuentas pendientes en esta vida y se aferran a este mundo material para cobrarlas”, decía. “Yo los convenzo de que se terminen de ir, de que perdonen, de que su sitio es allá”.
“Los demás sólo cantan misas”, repetía en voz baja, señalando con displicencia a la hilera de siete u ocho sacerdotes que competían con él en el mercado de las ánimas, todos los días de siete a siete, siempre vestidos de púrpura, con una Biblia en su escritorio, una campana, jarra de agua y levita. Había algo personal entre Anatoly y la hilera de curas, o entre todos y cada uno de ellos. Ninguno hablaba con su vecino.
Ni siquiera se miraban. Cuando arribaba algún cortejo al cementerio, se abalanzaban sobre sus presas para ofrecerles sus servicios. Aquellos “enviados de Jehová” explicaban sus verdades citando perdidos pasajes del Antiguo Testamento. Se peluqueaban a ras, se mantenían impecables. Tal vez por eso no soportaban que un “mechilargo” adornado de tatuajes consiguiera más clientes que ellos y, menos, que prometiera en nombre de una “simple aparición”, ataviado nada más que con un aparatico de metal, la eterna salvación de las almas.