El mito del presidente empresario

Juan Carlos Botero
09 de febrero de 2017 - 10:37 p. m.

Hablo del famoso mito del presidente-empresario-salvador de la patria. Cada vez que un país padece una crisis económica o de orden social, surgen las voces que critican a los políticos de siempre y lamentan la falta de hombres fuertes que sepan manejar el país con eficacia. Como una empresa, dicen. Deberíamos poner en el poder a un líder que sepa dar órdenes, agregan. Que sepa delegar y ejecutar, y con pantalones para obrar con firmeza. Si el país se administrara como una gran empresa, aseguran, no habría problemas. Mil veces he oído esa cantaleta, y a menudo viene de los mismos empresarios que quisieran ver a uno de los suyos gobernando el país con visión y templanza. Con eficacia, repiten. Como una empresa.

Pues bueno, ahí lo tienen, y el resultado es dramático. Por fin lo tenemos en toda su gloria, con la patética figura de Donald Trump, y ese mito se ha derrumbado con el estrépito de una demolición. Este “exitoso empresario” reveló lo mal preparado que está para liderar un país y aún más una potencia mundial: no desea leer los informes de seguridad, ya se enfrentó a sus organismos de inteligencia, chocó con la prensa, e insultó a China, México, a las mujeres y a todos los musulmanes del mundo. A la hora de su posesión, y con la urgencia de asegurar la marcha del Estado, de sus 15 ministros Trump tenía confirmados dos, y de 660 cargos de alto nivel que requerían reemplazos inmediatos, había escogido a 29. Qué eficacia.

Resulta que dirigir un país no se parece en nada a dirigir una empresa. En una democracia las decisiones no se imponen en forma vertical sino que se debe practicar el arte de la persuasión para conciliar intereses atrincherados y a menudo opuestos. Por ejemplo: impulsar el desarrollo vs. proteger el medio ambiente; defender las firmas nacionales vs. participar en los mercados internacionales; crear programas de asistencia social vs. aumentar el déficit nacional; tributar a los ricos vs. evitar una fuga de capital. A la vez, el presidente debe amparar a las minorías pero sin atropellar a la mayoría; defender las libertades individuales pero limitando las mismas para evitar la anarquía; tolerar la libertad de prensa, incluyendo las críticas de sus enemigos, y proteger los derechos de todos, incluyendo los enemigos de la nación.

Creer que un país es como una empresa refleja un simplismo infantil, pues cada uno requiere de talentos distintos. Una empresa tiene una meta central, que es producir una ganancia, mientras que un país tiene miles de metas, todas válidas, que un mandatario debe balancear al tiempo, con tacto y patriotismo. ¿El peor fracaso de una empresa? La quiebra. ¿El peor fracaso de un país? La guerra. ¿Y de EE. UU.? La guerra nuclear.

Por eso pocos empresarios han sido buenos presidentes. Y los buenos presidentes tienen algo en común: todos han sido, ante nada, políticos. Los errores de Trump nacen de eso: él no es un político sino un empresario que ignora cómo opera un Estado, y cuáles son las prioridades de un gobierno, y cuáles son las obligaciones de una potencia mundial, en especial con su gente más vulnerable. Así que el mito del empresario presidente es sólo eso: un mito. Y uno, además, muy peligroso.

 

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