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El monstruo que mató a millones

Reinaldo Spitaletta
03 de febrero de 2015 - 02:00 a. m.

El nazismo fue un diseño del capitalismo.

No se puede concebir el monstruo fuera de un mundo en el que la explotación del hombre por el hombre era esencial, para las descomunales ganancias de corporaciones y múltiples emporios financieros. Están documentados los apoyos de empresas y magnates estadounidenses al ascenso hitleriano y su régimen, como puede ser el caso de Ford y otros.

La actitud blandengue de países como Francia e Inglaterra, en 1938, frente a Hitler, es otra muestra de las simpatías (más que temores) que tenían por una Alemania que se constituía en baluarte burgués para contener el progreso soviético y el avance de ideologías y filosofías socialistas. Y así el capitalismo, al menos en buena parte de Europa, fue víctima de su propia invención. Los aliados, hasta última hora, aplazaron la apertura de un frente para contener el poder del Tercer Reich, que desde 1941 había invadido a la Unión Soviética. Es más, se hicieron los de la “vista gorda” con los campos de concentración y exterminio de los nazis.

Y en este punto es clave anotar, tras la conmemoración reciente de los setenta años de la liberación del espantoso campo de concentración de Auschwitz de parte del Ejército Rojo, cómo estos lugares infernales estuvieron patrocinados por enormes empresas alemanas, que antes de la guerra contaban con accionistas estadounidenses, suizos e ingleses, entre otros. El mayor campo de trabajo forzado de la Alemania hitleriana fue Auschwitz, y detrás de él estaba la razón social IG Auschwitz, filial de IG Farben, una suerte de cartel integrado por empresas como Bayer, Basf y Hoechst.

Se sabe que los horrores de los numerosos campos de concentración no solo era el originado por el exterminio de millares de personas, sino, además, por el trabajo esclavo al que sometieron a los operarios de los territorios conquistados por la maquinaria de guerra nazi. Más de veinte millones de obreros y otros esclavos se utilizaron como mano de obra de la industria alemana en diversos campos, como Buchenwald, Dachau, Mauthausen y Stutthof, entre otros, al servicio de empresas como Volkswagen, BMW, Shell, Adler, Agfa y Ford.

Los representantes de estos y otros consorcios hacían parte del Círculo de Amigos del Reichführer-SS, al que pagaban millones de marcos por “servicios especiales”, y podían conseguir mano de obra barata con las tenebrosas SS, encargadas de los campos de concentración. El comercio de cadáveres también fue otro modo de la plusvalía para el nazismo. Por ejemplo, el pelo y la grasa humana se destinaban a la fabricación de jabones. Auschwitz vendió 60 toneladas de cabello a la compañía Alex Zink, productora de fieltros. Los huesos calcinados servían para la elaboración de fosfatos. Había una industria de la muerte.

Un campo de concentración, con las mismas o peores aberraciones que los otros, fue el de Ravensbrück, dedicado a mujeres no solo judías, sino gitanas, comunistas, enfermas mentales y prostitutas. Allí murieron cerca de cincuenta mil, algunas de hambre y frío, y la mayoría por las balas y los gases nazis. A algunas les inyectaban gérmenes de sífilis. Entre las torturas, estaban las de cortes de piel para introducirles vidrios, madera y tierra en las heridas. Muchas de las mujeres de este campo trabajaron, en jornadas de más de doce horas diarias, en la fábrica Siemens. El salario lo recibían las SS.

Las monstruosidades nazis en los campos de concentración y exterminio son una dolorosa muestra del fracaso de la civilización, del sometimiento de la razón a los poderes del crimen y la indignidad. Los dos millones de muertos en Auschwitz y los millones de otros campos siguen gritando desde la historia para que esas atrocidades no se repitan. El derecho a no olvidar y el ¡nunca más! deben continuar como una herramienta contra la posibilidad de nuevas infamias.

Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz, autor, entre otros libros de Si esto es un hombre y El sistema periódico, declaró que si existió Auschwitz no podía haber Dios. También dijo que los campos de concentración eran el infierno terrenal, pero que afuera no estaba el paraíso. El mundo de hoy, con sus inequidades y otras desgracias, confirma el aserto del escritor italiano que se suicidó en 1987. Con otros demonios, el infierno continúa.

 

 

 

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