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El Muro

Juan David Ochoa
08 de noviembre de 2014 - 02:00 a. m.

Esa noche del 9 de noviembre no la esperaba nadie; ni los presos de la República Democrática Alemana que parecía tan firme y letal con sus francotiradores rusos refinados en las vesanias de la guerra, ni el lado occidental del federalismo, aunque en sus calles, desde meses atrás, las protestas empezaban a colapsar los tímpanos del pusilánime Krens al otro lado del muro; ese lugarteniente al que la historia le dejó en sus manos la leyenda estruendosa del fracaso.

Nadie la esperaba así, imprevista y fulminante. Ni el mismo presidente Reagan que emitía frente a la puerta de Brandemburgo su discurso de libertad cosmética desde su alterna represión bancaria, ni el mismísimo Gorbachov, quien recibió la reprimenda del vaquero para tumbar la vergüenza ( ¡tear down this Wall!).

Aunque los lados opuestos no soportaban más esa larga pared de 120 kilómetros de infamia, y aunque el vetusto comunismo se estallara por dentro en su hediondez, y las cámaras del mundo se enfocaran insistentemente en la sospecha de un hecho sugestivo, nadie creía que esa misma noche, por el letargo y las indecisiones de unos funcionarios públicos arrobados en el trance de la Historia, el muro que representaba el souvenir físico y simbólico de la segunda guerra, la columna vertebral de la guerra fría y el último soporte de la Unión Soviética, terminaría de repente junto a los sueños de una esperanza atroz, desmoronada en las últimas cáscaras de cemento que tumbaban los mismos martillos y la hoz que ostentó durante décadas esa bandera, y que empezaba a desmembrarse en 15 nuevos territorios divididos.

Había caído el muro de Berlín, y hasta los muertos que dejó esa franja del radicalismo se escucharon gritando en ese júbilo del Heroísmo. La larga historia del vestigio de un delirio terminaba por fin, 44 años después del orgasmo de los aliados.

Se cumplen 25 años del derrumbe, y 25 exactos años después de que los optimismos hayan insuflado la burbuja del humanismo entre esas décadas de aplacamientos por el desgaste emocional de los sistemas, la geopolítica vuelve a revelar sus trasfondos irónicos, tan insistentes y circulares en los tiempos del Hombre. La Rusia que parecía derrotada por los traumas del colapso vuelve a rugir, ahora en la astucia de ese antiguo agente de la KGB que se comporta con los mismos humos de un espía salvaje. Su vieja promesa de retornarle la gloria a la Rusia mítica parece descartar los tintes de la retórica y del juego: un milimétrico avance en las fronteras de Ucrania, una constante demostración de dientes sobre los tratados internacionales, un avión comercial volado en el aire por sus batallones, y una recia terquedad frente a las represalias de la Unión Europea, sustentan una posición que empieza a trascender los límites del nerviosismo. 25 Años después del final del miedo, Rusia aparece de nuevo en el centro del mundo, desfilando con sus pasos de Oso.
No son los mismos contextos de los tiempos en Berlín, pero la Historia parece barajar una vez más sus cartas de mal gusto.

 

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