El naufragio del Arca

Klaus Ziegler
13 de febrero de 2013 - 06:00 p. m.

Del magnífico lobo de Tasmania solo queda, además de algunas fotografías, un único registro fílmico donde puede verse al más grande de los carnívoros marsupiales paseándose en su refugio de un lado a otro.

“Benjamín”, como se lo conocía, murió por negligencia de sus captores una noche de 1936, expuesto, fuera de su albergue, a las gélidas temperaturas del invierno austral. Desde entonces nadie ha visto otro ejemplar. En 1986, esta criatura enigmática de aspecto entre tigre y perro fue declarada extinta por no hallarse pruebas de su existencia durante más de cincuenta años.

En Occidente, por tradición, los animales no han tenido otra función que servir de alimento, de herramienta de trabajo, de vehículo de carga o de simple instrumento de diversión, si acaso no han sido vistos como una amenaza o como una plaga. No existe ningún mandamiento bíblico que prohíba o condene el maltrato al animal. Por el contrario, Yahvé pide bañar los altares con sangre de bueyes, ovejas y cabras.

Al animal se lo mata, no solo por necesidad, sino también por diversión, por superstición, o simplemente por deporte. Los anales de la infamia registran innumerables espectáculos en los que se martirizaban animales para entretenimiento de las masas: “el hostigamiento del oso”, “la quema del gato”, “el giro del perro”… De estas diversiones sádicas e infames perduran las corridas de toros, la matanza ritual de delfines, las riñas de gallos, los “toros de fuego” valencianos, las peleas de perros…

La creencia supersticiosa en las propiedades curativas del cuerno del rinoceronte ha llevado varias subespecies al borde de la extinción. Del rinoceronte de Java existen menos de cien ejemplares. De la subespecie negra de África occidental no queda ninguno: fue declarada extinta en noviembre de 2011. Algo igualmente trágico ha ocurrido con el hermoso tigre de Bengala. Se estima que no sobreviven más de 1500 felinos, protegidos en parques y reservas naturales. Y el comercio clandestino del marfil es responsable de la muerte de decenas de miles de elefantes cada año, víctimas de cazadores furtivos. También hay matarifes con licencia que los asesinan por deporte, porque les da la real gana, como es el caso de Su Bajeza, el rey Borbón de España.

Pero ni siquiera los animales domésticos escapan a la barbarie humana. Tras el edicto de Inocencio VII, los gatos fueron perseguidos casi hasta el exterminio, pues la Iglesia Católica veía en el felino el disfraz de Satanás, la encarnación del diablo. Prueba de ello era el brillo nocturno de la luz en sus ojos, el reflejo de las llamas mismas del infierno. Nadie sabe cuántos gatos ardieron en las hogueras al lado de herejes y brujas. Como resultado la población de ratas aumentó, y con ellas vino la peste negra (la venganza de Satán), que acabó con un tercio de la población de Europa.

El lobo de Tasmania no es el primero en la interminable lista de animales, plantas y otras formas de vida hoy desaparecidas como consecuencia de la acción depredadora humana. Del dodo, la paloma gigante de las islas Mauricio, solo perduran dibujos. Tras miles de años de evolución en total aislamiento, y sin depredadores, el “ave estúpida”, como la llamaron los navegantes portugueses, era presa fácil para los recién llegados conquistadores. Después de un siglo de devastación europea solo quedó un ejemplar: el último de los dodos estuvo en exhibición durante casi un siglo, disecado, en un museo universitario en Oxford. Con el paso del tiempo terminó pudriéndose y hubo que desecharlo.

Antes del dodo, los humanos ya habían acabado con el bisonte europeo, con el caballo euroasiático y con la vaca marina de Bering. La vulnerable y extraordinaria megafauna de Madagascar se esfumó casi en su totalidad tras la llegada de los colonizadores humanos, hace dos mil años. Desaparecieron las aves elefantes (de hasta tres metros de altura y media tonelada de peso), los lémures gigantes, los hipopótamos pigmeos…

En América, los comerciantes de aceite cazaron la foca monje del Caribe hasta extinguirla, una especie antes distribuida desde las Bahamas hasta la península de Yucatán. El último periquito de Carolina, esa ave única de color verde esmeralda y cabeza dorada, murió en cautiverio en el zoológico de Cincinnati, en 1918, curiosamente en el mismo lugar donde años atrás había sucumbido la última de las palomas migratorias, otrora el ave más abundante de toda Norteamérica.

En su libro, “The Future of Life”, el gran biólogo de Harvard Edward Wilson estima que al ritmo actual de destrucción de la biosfera, la mitad de todas las especies vivientes se extinguirá en menos de un siglo. Según la Lista Roja de la UICN (Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza), una de cada ocho especies de plantas y de aves está en peligro de extinción, así como una cuarta parte de todos los mamíferos. El “Libro Rojo de los Mamíferos de Colombia” lista más de cuarenta especies en peligro, entre primates, cetáceos y roedores. En Norte América, la Sociedad Audubon ha advertido sobre el preocupante declive de alrededor del 30% de las especies de aves canoras. Se cree que durante los últimos dos siglos han desaparecido más de 150 especies de ranas y otros anfibios, 113 de ellas en los últimos treinta años. Los arrecifes de coral están bajo amenaza por el calentamiento de los océanos, y las poblaciones de grandes peces, bacalaos, atunes y tiburones, se han reducido en un 90%, debido a la pesca intensiva. “La humanidad se enfrenta a un colapso inminente de los ecosistemas marinos”, en palabras de Jeremy Jackson, oceanógrafo de la Universidad de California. El célebre paleontólogo Richard Leakey estima una pérdida de entre 50.000 y 100.000 especies por año, comparable solo a las cinco grandes extinciones en masa de la historia terrestre.

Algunas voces escépticas han cuestionado el pesimismo de Wilson y Leakey. Pero hasta la voz disidente más popular, la de Bjorn Lomborg, reconoce que para finales del siglo es bastante factible que un gran porcentaje de todas las especies conocidas se haya esfumado, lo cual, juzgado a escala geológica, supone una extinción masiva casi instantánea.

La verdad es que nadie es capaz de calcular con exactitud la magnitud de la tragedia. Solo sabemos que es grave, muy grave. ¿Cuántas especies de insectos ya no existen a causa de la destrucción del bosque húmedo tropical? Nadie lo sabe. La verdad parece ser, no obstante, que estamos viviendo el comienzo de una catástrofe de dimensiones incalculables cuyo culpable con toda seguridad puede señalase: el Homo sapiens. La “extinción del Holoceno”, como algunos la han bautizado, sería solo comparable a las grandes extinciones del pasado.

El arca de Noé, parafraseando la metáfora de Norman Myers, naufraga ante nuestros ojos, y quizá sea demasiado tarde para evitarlo.

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