Lo divino y lo humano

El niño de Rocío

Lisandro Duque Naranjo
17 de abril de 2017 - 02:00 a. m.

El pasado viernes santo un bebé prematuro, hijo de la guerrillera de las Farc Rocío Cuéllar, falleció en el hospital de Engativá. Como éste no era el lugar adecuado para procurarle las atenciones necesarias al pequeño, su madre pidió que lo trasladaran a un centro asistencial más especializado, lo que no fue posible por “falta de cupos”. Lo de siempre. Y el bebé murió. No había alcanzado a nacer a tiempo, ni le hizo falta para sufrir las adversidades de nuestro régimen de salud. Una especie de paseo de la muerte fue lo que le dieron a esta breve existencia.

Rocío, la mamá, es una de las prisioneras de las Farc en El Buen Pastor por el delito de rebelión. Concibió al niño por allá por septiembre de 2016, calculando que para junio de 2017 el Acuerdo de Paz de La Habana le permitiría —mediante la amnistía— un alumbramiento en libertad. Pero el No del plebiscito aplazó esa expectativa, y la criatura, por su lado, se anticipó. No es plácido un embarazo en la sombra, y menos si de repente se atraviesa la incertidumbre de que el parto ocurrirá en las mismas condiciones de cautiverio que ella ya había descartado. La amnistía empezó a embolatarse, una inminencia de regreso a las armas deshizo los sueños, y esa paz posible, por la que tantas muchachas de la insurgencia se dedicaron a la fecundación, quedó en vilo. Rocío se quedó con su lactancia empezada, volviendo a la cárcel, pues aunque ya la amnistía fue aprobada, los trámites, los trámites… A diferencia de ella, muchas de sus compañeras treparon montañas y surcaron ríos, hacia las zonas veredales, con sus panzas henchidas de demografía, o con sus recién nacidos amamantados sobre la marcha. Y sin preocuparse de llegar a peladeros sin agua ni energía, ni ante los regaños del Gobierno si acaso bailaban, ni de lidiar con pantaneros y plásticos que goteaban, ni ante las amenazas de las milicias fanáticas del Centro Democrático, ni frente a esa actitud huraña de gobernadores como el de Antioquia, pues casi que su maternidad les bastaba como primicia o utilidad del acuerdo. Los bebés eran suficiente ganancia.

En cambio, a Rocío, en plena preñez, otros factores empezaron a mortificarla: le dijeron que si paría sin tener resuelta su situación de reclusa, su hijo sería entregado al ICBF para adopción. Este es un país en el que se respetan las normas, ni más faltaba. Mientras tanto, la tal implementación a ruego se alargaba y se alargaba, y en el Congreso había un verdadero derramamiento de discursos y discursos.

El niño terminó saliéndosele del vientre a destiempo, y luego murió, aparte de por la ineficiencia endémica del sistema de salud, por culpa del acoso de quienes consideran que la paz es un engendro del demonio y un estorbo para el país.

¿Qué va a importarles entonces a esas hordas atrasadas esa muerte diminuta, dostoyevskiana, y la frustración de esa muchacha que desde las rejas albergó, ilusa, la esperanza de una maternidad a plena luz del día?

El bebé muerto es un símbolo de esa paz desganada que el Gobierno y la sociedad no se deciden a defender con entereza frente a quienes quieren abortarla. Y que los que ya alcanzaron a nacer signifiquen las vísperas de una Colombia deseable.

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