El odio no es sólo un discurso

Antieditorial
17 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

Por Bernardo Congote

Al examinar una reciente ley alemana, el editorial se pregunta: “¿Qué hacer con los discursos de odio?”. Y para responderla se pierde por caminos formales, examinando las presuntas responsabilidades de las redes sociales. Pero de esta forma, tanto la ley alemana como la solución del editorial intentarían romper el termómetro para salvar al paciente que muere víctima de fiebre.

El odio y la violencia tienen explicaciones. Tal como lo proponen autores como North (1993) o Robinson (2014), las reglas sociales son las que inspiran la forma en que funciona la sociedad. Y esas reglas se nutren de la escala de valores de cada sociedad. Si la sociedad está construida con base en el valor negativo de la exclusión, sus reglas y organizaciones impulsan el odio, y éste incita a la violencia. Pero si los valores son incluyentes, las reglas y organizaciones sociales tienden a incentivar la cooperación y la coexistencia pacífica entre diferentes.

El enfrentamiento entre conciudadanos es un claro síntoma de reglas sociales excluyentes. Cuando una sociedad, como viene ocurriendo desde hace décadas en Colombia, ha crecido en medio de valores que permiten a los poderosos utilizar el poder en beneficio de sus intereses, la guerra civil es inevitable. Y, por tanto, como lo estamos experimentando ahora, mientras la sociedad no cambie los valores excluyentes, los ciudadanos aplaudirán todo acto político que prometa impulsar esos valores negativos propiciando el odio como forma de vida social y la guerra como solución.

El odio y la guerra son más que discursos. Son actos producto de la exclusión. Pasar de la guerra a la paz es más que firmar documentos. Nos obligará, por décadas, a sustituir aquellos valores destructivos. Podríamos comenzar, por ejemplo, identificando el papel de la cultura religiosa cristiana en la formación de nuestros valores sociales desde la Colonia. Si esas prédicas proclamaron que los creyentes eran dueños de la verdad divina, promoviendo al suyo como el único y omnipotente dios, esa cultura tendrá acciones en la promoción del odio social. ¿Hacia quién o quiénes? Hacia los que tienen otras ideas de dios. Hacia los otros. Los impíos, los pecadores, los equivocados, los ateos. “Enemigos” éstos que deben ser eliminados de la sociedad mediante la guerra.

Esos valores religiosos excluyentes son inoculados en la población infantil de la sociedad desde la familia y la escuela. Estratégicamente, padres y maestros predicadores eligen las edades más indefensas para iniciar su adoctrinamiento. Edades en que la mente humana no tiene defensa orgánica ni psíquica frente al dominio autoritario de sus adultos. Se configura así un perfecto cuadro degradante: los adultos, movidos por sus odios culturales religiosos, se encargan de que sus niños los incorporen a su aparato mental mediante prédicas que salen de las iglesias y las escuelas. Eso los convierte en máquinas reproductoras de la exclusión, el odio y la violencia. ¿Qué hacer entonces? ¿Dónde buscar al ahogado: aguas arriba o aguas abajo?

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