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El paraíso de cristal

Carlos Granés
21 de febrero de 2013 - 10:27 p. m.

¿Deberíamos estar al tanto de lo que cada cual hace para que nadie delinca o conspire contra nadie? ¿Deberíamos alentar a algún seguidor de Julian Assange (o de Álvaro Uribe) a que nos revele qué está ocurriendo en esos secretos diálogos de La Habana?

Si aumentaran los micrófonos y las cámaras, ¿no se garantizaría el fin de la corrupción, de la delincuencia y de cualquier tipo de vicio público o privado?

Hoy en día estas preguntas están dejando de ser simple retórica. Londres, la ciudad del mundo que más respeto ha demostrado por el individuo, está sembrada de cámaras en espacios públicos y privados. Es casi seguro que el paseo de cualquier persona por la ciudad deje un rastro visual. Lo mismo ocurre cuando navegamos por la red: ahí queda constancia de lo que consultamos, compramos o curioseamos. El auge de los smartphones también multiplica las cámaras y los micrófonos de forma exponencial, de manera que en cualquier momento, sin que lo pensemos o deseemos, nuestra vida privada se hace pública en una red social o en alguna página de internet. Y los nuevos guardianes del Bien (o del Mal) sortean restricciones informáticas para acceder a informes y documentos clasificados y hacerlos públicos, o plantan micrófonos en instituciones como la Corte Suprema de Justicia para ver qué se cuece a puerta cerrada, cuando nadie mira. Es lógico que la crisis de confianza detonada por el derrumbe financiero —resultado de maniobras sucias— y por sonados casos de corrupción —como el que desgasta actualmente al gobierno español— animen a la ciudadanía a pedir transparencia. Y sí: el dinero de los impuestos debe ser fiscalizado con lupa, los cargos públicos deben rendir cuentas y los órganos reguladores deben tener acceso a información privilegiada. Pero cuando se lleva al extremo esa demanda, tanto por motivaciones de izquierda como de derecha, el resultado puede ser perjudicial.

Unos apelan al terrorismo, otros al imperialismo, el caso es que las ciudades, las embajadas o las Cortes empiezan a tener paredes de cristal. Puede que la transparencia total sea efectiva para combatir el crimen y la corrupción, como también lo pueden ser la amputación de miembros o la pena de muerte, pero la cuestión aquí no es la eficacia, sino el principio que está detrás de esta práctica. ¿Debe haber una instancia gubernamental o antigubernamental, prosistema o antisistema, con el derecho a infiltrarse y multiplicar sus ojos para asegurarse de que todo marcha bien? ¿Debe haber micrófonos espiando a jueces, periodistas y sindicalistas, o justicieros rastreando a banqueros, diplomáticos y políticos? Ese ideal de transparencia podrá purgar vicios, pero en el camino se llevará por delante la privacidad, esa gran conquista que ha hecho posible que los países resuelvan sus tensiones y desequilibrios de poder con discreción, sin ir a la guerra, y que cada cual profese las creencias e ideas que se le antoje, se acueste con quien se quiera acostar y haga con su cuerpo lo que le dicte su voluntad. El paraíso de cristal termina pareciéndose, insisto, al panóptico carcelario.

 

* Carlos Granés

 

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