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El que pasó sin hacer ruido

Arturo Guerrero
17 de septiembre de 2015 - 10:58 p. m.

¿Qué clase de alacranes comimos en la infancia los colombianos? ¿Qué ponzoña nos inocularon las madres en sus leches tullidas? ¿Bajo qué mirada descomunal apabullaron los padres los juegos que habrían hecho de nosotros seres contentos con nosotros mismos?

Aquellos progenitores implacables y aquellas mujeres anuladas, madres, mustias tías, ciertamente no fueron hítlers ni bovarís, culpables al ciento por ciento de las herencias torvas que hoy sufrimos.

Representan apenas eslabones, penúltimos quizás, de una cadena de hierro cuyo postrer anillo somos los tambaleantes sobrevivientes de la actualidad.

En los años treinta del siglo pasado, Luis Dueñas es un estudiante de talento en Manizales. Su gracia es la música; su herramienta, el piano.

Único hombre entre cinco hermanas, la familia se exprime en ovillo para costearle carrera en la escuela Juilliard de Nueva York. Este centro, donde aprenden arpa los arcángeles, es el sueño de cualquier futuro Rachmaninoff.

Tras egresar como alumno brillante, el destino lo tuerce con maquillaje de mujer. Potentada heredera valluna, su fortuna alcanzaría para colmarla de caprichos durante diez vidas.

Lo lleva a vivir de nuevo en la capital del mundo, con tal de abandonar la pasión musical. El galán, enamorado y sin voluntad, se encandila e ingresa a una fastuosa rutina de atenido, de hombre cero que da espalda a su naturaleza.

Es entonces cuando Paula Sanmartín lo toma de las solapas en su novela Manos de pianista y nos pone a aguantar a su lado un viaje de retorno a Colombia después de 34 años de lejanía displicente.

La narración escueta, nerviosa, cabalga sobre las estrofas de la “Canción de la vida profunda” de Porfirio Barba-Jacob, tan frágiles, tan lúbricos, tan sórdidos. “Él era Porfirio –acota- de regreso buscando los recuerdos: ‘El errante caballero de infortunio’ ”.

Aquellos recuerdos son su redención y perdición. En casa de sus hermanas malogradas por no haber tenido la educación que él acaparó, toma conciencia de estar “estorbando en el mundo como un mueble de museo”.

Un lento dolor le sube de pies a pierna, brazo, cabeza. No dan abasto sus pastillas analgésicas. A los 51 años de edad confirma su nada: “era un diletante perezoso y con talento; un sibarita que se había dejado embelesar por los viajes, el arte de los otros, las cenas y los placeres que lo habían alejado de sí mismo”.

Las páginas finales, de las cien que componen la ficción, son un despeñadero desde un cielo fugazmente recobrado hasta la suerte final de este hombre “que pasó sin hacer ruido”.

El arte de Paula Sanmartín, 1960, comunicadora bogotana del Externado, guionista de televisión y narradora apenas ahora publicada por Taller de Edición Rocca, está en la exactitud de palabras y en la estructura microscópica capaz de compendiar un siglo bisabuelo hasta evidenciar que “somos el pasado, venimos de atrás, de los que nos anteceden”.

Manos de pianista es un fulgor literario que ayuda a responder las tres preguntas con alacrán que inician este comentario.

arturoguerreror@gmail.com

 

 

 

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