El pato Donald contra Ángela y Emmanuel

Héctor Abad Faciolince
04 de junio de 2017 - 07:20 a. m.

La antipatía consiste, etimológicamente, en la sensación de tener pasiones contrarias; cuando hay simpatía, en cambio, las pasiones parecen compartidas. Es evidente que Donald Trump siente simpatía por los tiranos: se derrite con Putin, admira a Erdogan, decidió que su primer viaje al extranjero fuera para inclinarse ante el monarca de Arabia Saudita, el rey Salman —que pagó dicho gesto con 110 mil millones de dólares en armamentos gringos—, y luego participó en una reunión de jefes de Estado del Medio Oriente, que un diario español no dudó en calificar como “un aquelarre de autócratas”.

Después de ser tratado en Arabia como el rey que cree ser, el presidente americano fue recibido en Europa como lo que es: un presidente elegido democráticamente, al que se trata con respeto, pero no con reverencia y menos con obediencia. Esto no bastaba para hacer sentir cómodo a un megalómano enfermo de inseguridad.

En Bélgica y en Italia nadie sintió simpatía por él: Emmanuel Macron le enseñó a dar la mano sin humillar; Ángela Merkel lo trató con la sana ironía con que se trata a un adolescente incapaz de madurar; y seis integrantes del G-7 estuvieron de acuerdo en temas de defensa, cambio climático, derechos humanos. Faltaba uno de los siete, y ese uno, al volver a su país, le dio al mundo entero la bofetada que nos esperábamos. Pero aunque Trump no nos sorprendió, su arrogancia confirma el desastre que él es tanto para el planeta como para su país. Lo que su delirante “nacionalismo económico” significa es que Estados Unidos pierde liderazgo en el mundo, avergüenza a más de la mitad de sus ciudadanos, condena a sus empresas a políticas ambientales retrógradas que ellas mismas rechazan, y fomenta a nivel global el antiamericanismo más merecido de la historia.

La animadversión de Trump por la Unión Europea se alimenta también de su inseguridad personal: Europa unida representa un PIB más grande que el de Estados Unidos (al menos hasta la salida de Gran Bretaña), y el superávit comercial de Alemania lo saca de casillas. Decir que “los alemanes son malos, muy malos” simplemente porque millones de personas en el mundo prefieran los Mercedes o los BMW a los Ford, o porque las empresas de aviación compren también aviones Airbus y no siempre Boeing, es negar los efectos benéficos de la célebre “mano invisible” de Adam Smith, en la que se basan las bondades del libre mercado. Que la economía más poderosa del planeta le tenga miedo al comercio libre es todo lo contrario a un signo de poder: es más bien la señal de que los blancos empobrecidos que votaron por Trump se sienten incapaces de competir con extranjeros: europeos, chinos, indios o mexicanos.

Pero este proteccionismo que llevará a Estados Unidos a un lamentable aislamiento, es mucho menos grave que la otra decisión tomada esta semana: la salida del Acuerdo de París contra el cambio climático. En el planeta no hay ningún país que pueda aislarse del calentamiento global, como si no lo afectara. La pataleta de Donald recuerda el viejo chiste del bobo que viaja en un avión que se declara en emergencia por una grave avería en la mitad del océano; al ver a su vecino rezar y suspirar, el bobo le dice: “¿Y qué te importa el avión? ¡Ni que fuera tuyo!”. En la tierra todos vamos montados en el mismo barco y es lamentable que el país que más venenos ha aportado —históricamente— al calentamiento global, y que emite más gases per cápita de efecto invernadero, se desentienda de su enorme responsabilidad con el mundo.

Abandonar el pacto de París es al mismo tiempo un error y una estupidez. Ahora los países sensatos del mundo deben mirar más bien hacia Merkel, el ángel, o Macron, el Emmanuel, y dejar de lado la increíble torpeza del pato Donald, ese esperpento humano y esa catástrofe planetaria. Es increíble que los ciudadanos de Estados Unidos, engañados por las mentiras y cegados por el miedo, hayan permitido que un monstruo así esté en el poder.

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