El peligroso romanticismo de W. Ospina

Juan David Ochoa
07 de junio de 2014 - 04:31 a. m.

Las ideas políticas y filosóficas de William Ospina siempre han rayado en un romanticismo incomprensible y peligroso. Pareciera seguir en retrospectiva las mismas rutas de Byron y Rimbaud hacia los fatalismos de las rebeldías extrañas. Lo ha reiterado desde siempre, tajantemente y con la frialdad de los discursos simplistas que reducen al absurdo sus tesis para convencer con el efecto de las máximas grandilocuentes.

En “La escuela de la noche” y en “Es tarde para el hombre”, solía repetir su esperanza en que la humanidad volviera a los inicios de la civilización y la cultura para reponer y construir de nuevo una historia deshecha por las fuerzas del progreso. Soñaba con esa vida pacífica y ecologista, previa a la invasión de Colón que desató la destrucción y la corriente de los odios sanguíneos. Omitía, porque es imposible que lo hiciera en una burda ignorancia, que el aniquilamiento de esas tribus invadidas no sucedió entre la inocencia y la indefensión de los indígenas, sino entre los pactos de algunas tribus con los españoles para aniquilar a sus intensas y viejas tribus enemigas, a cambio de entregarse sin chistar a sus idiosincrasias. No era tan simple ni tan pacífica la existencia precolombina como lo quería narrar el impulso idealista del poeta.

Esa pulsión de artista incontrolable y sumergido entre los ideales perfectos lo ha impulsado a cometer excesos, imprecisiones y radicalismos para convencerse a la fuerza, tal vez, de que el hombre tuvo o tendrá una convivencia ejemplar y un sentido incuestionable, o para entregarle a su retórica una versión sin grises, individual y apabullante, capaz de permitir el asentimiento del lector entre su prosa hipnótica. Su inclinación por la visión romántica sigue siendo la más viable. Sus teorías y sus consejos sobre la educación también tienen el tinte de un humanismo ampuloso, incapaz de comprender al hombre en sus subdivisiones violentas y en su bamboleo entre la oscuridad y el altruismo.

Pero toda su elevación sobre los deberes de la humanidad se queda corta ante su visión política y su posición frente a las coyunturas. Ya había pretendido defender el episodio de su gran amigo Luis Carlos Restrepo con los peligrosos recursos de la intimidad, sin contundencias legales que pudieran constatar al fin la inocencia de un prófugo que cuenta en su espalda con la circular roja de la Interpol. Y aunque siempre denigró de las inclinaciones de los hombres a la arbitrariedad y al despotismo, ha pretendido defender también sin precaución las causas de la dictadura en Venezuela desde los años extravagantes del Coronel hasta los métodos represivos de Maduro con los argumentos una vez más simplistas y retóricos de la conveniencia de un proyecto socialista, aunque viva en la improvisación, porque los modelos contrarios, dice, ya tuvieron su tiempo en la equivocación y el mando. Incurre siempre en la incapacidad de interpretar el mundo en una gama intermedia o en la moderación.

Sean de izquierda o de derecha los excesos, ha intentado defenderlos increíblemente en una prosa cada vez más sospechosa. Ahora justifica la candidatura a la presidencia de Zuluaga y a la descarnada brutalidad del Uribismo, por la sencilla razón de que sus comportamientos son directos, transparentes y acordes a todos sus discursos. Esto le parece inferior a la hipocresía del Santismo, que podría llegar a una falacia y a un error mayor a las infamias sin control de una política militarista.

A estos niveles de contradicción ha llegado el romanticismo de William Ospina. Su retórica y su idealización de los hechos perfectos lo están llevando a comportarse entre las mismas directrices de la arbitrariedad. Su sueño, dice, siempre fue la paz, pero prefiere ahora al candidato que resume todas las recargas del odio de las últimas décadas, porque a su parecer es más ecuánime en su discurso que un hipócrita endeble. Nada como un romántico comprometido con la realidad. Todo un exceso del peligro.

 


@juandavidochoa1
 

 

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