El “peo” venezolano: mucho ruido y poco periodismo

Sergio Otálora Montenegro
15 de abril de 2017 - 02:00 a. m.

MIAMI. —La intentona de golpe de Estado contra el presidente Hugo Chávez, el 11 de abril de 2002, rompió para siempre la posibilidad de que ese proceso político pudiera tramitarse por los canales democráticos. Aterrizaron las influencias externas, se cocinaron los sabotajes internos y se empezó a forjar una agenda opositora que no buscaba recuperar el poder, mediante la vía electoral, sino “tumbar” al advenedizo bajo la combinación del paro general, la protesta callejera violenta, la manipulación en la distribución de alimentos y víveres de primera necesidad y el llamado permanente a desconocer la legitimidad de un gobierno elegido por el voto popular.

Los desplazados del poder, los dos partidos tradicionales, sus líderes políticos, sus intelectuales, su tecnocracia, sus académicos, sus empresarios, no vieron más camino que instigar la permanente desestabilización a un costo muy alto para toda la sociedad venezolana, sin excepción.  La honda crisis institucional y política de la Venezuela de 2017 es testimonio doloroso de ese pecado de origen, es decir, querer alterar la voluntad de un pueblo mediante el viejo expediente de sacar al gobernante a patadas del palacio presidencial.

Por otra parte, el chavismo también se dejó ver el cobre, con su líder máximo que se consolidó como un clásico caudillo populista, con una innegable comunicación con las masas irredentas,  inspirado en esa mescolanza política e ideológica de la alianza “pueblo-Fuerzas Armadas” (a la usanza de las dictaduras tropicales), el concepto leninista de la construcción de un partido rector que represente, de abajo hacia arriba (en la teoría), las aspiraciones del pueblo y vaya dejando atrás los resabios de la democracia burguesa, con sus medios de comunicación “apátridas” y al servicio de la oligarquía, sus partidos políticos como correas de transmisión de intereses de clase,  y toda esa parafernalia que, a los ojos de los seguidores del fundador de la extinta Unión Soviética,  poco sirve cuando se trata de construir una nueva hegemonía: los pesos y contrapesos, la independencia de la justicia, el imperio de la ley. El juego pluralista en el Congreso.

Se juntaron, pues, el hambre con las ganas de comer. Una clase dirigente que demostró su irrespeto por la democracia, cuando los resultados no estuvieron a su favor (y desde muy temprano empezó a esgrimir la carta del fraude electoral) y un gobierno que se radicalizó en la confrontación con su enemigo (de clase, por supuesto, para seguir con el modelo leninista) y tomó decisiones arbitrarias, desconociendo por completo las instituciones que juró respetar.

Las nacionalizaciones convertidas en arma política y de intimidación, para disuadir a los supuestos saboteadores económicos de no seguir con su accionar. La toma militar de fábricas, la presión o cierre de medios de comunicación, la manipulación de la ley, los jueces y magistrados alineados con esa nueva hegemonía, ese nuevo estado al servicio de las mayorías, que a nombre de ellas aplica justicia, así se desconozcan los derechos y garantías individuales.

Y en 2005 se dio la última vuelta de tuerca: la oposición, con la idea fija del fraude electoral y su permanente intención de desconocer el poder del chavismo, decidió abstenerse de votar, con lo que le abrió el camino a un gobierno de partido único, lógica que permeó todas las instituciones. ¿Si los partidos contrarios al “comandante eterno” hubieran llegado a la Asamblea Nacional en ese entonces, habrían sido respetados por la aplanadora chavista? ¿Qué garantías habrían tenido como minoría? ¿Habrían sido convidados de piedra, como lo fueron los partidos de oposición durante la era del poder compartido entre adecos y copeyanos?

En medio de esa crisis, en un país con una impresionante riqueza petrolera y con una clase media con gran poder adquisitivo que lo fue perdiendo a medida que la economía de mercado se distorsionaba con esa colcha de retazos de productos subsidiados, acaparamiento, escasez provocada o real,  restricciones del crédito y de acceso a los dólares, misiones sociales costosísimas financiadas con la renta petrolera, en medio de semejante panorama, digo, se empinaba el caudillo omnipresente, el principio y fin de todo, el señor de la táctica y la estrategia, con sus discursos infinitos, su tropicalismo necio, sus salidas en falso, su humor tropero. Y, por supuesto, su enorme talento político.

Eso, digamos, es lo que se podría sacar en limpio en estos 15 años de imposibilidad de aclimatar una mínima estabilidad institucional en Venezuela.

La quinta pata del gato es el papel que ha jugado, hasta la fecha, un porcentaje importante de los medios de comunicación. Un sector de la prensa internacional ha militado, de manera ferviente y sin el menor asomo de pudor, en las filas de la oposición. Desde hace varios años cortó la posibilidad  de tratar de entender el “peo” venezolano. Los grandes medios estadounidenses, tan aguzados para destapar ollas podridas dentro de este país (el caso Trump y su escándalo con Rusia es paradigmático), decidieron abandonar, cuando se trata de Venezuela, el equilibrio, contrastar fuentes, investigar a fondo las denuncias de supuesto sabotaje económico (por parte de los adversarios del gobierno) o de violación de derechos humanos y de mínimas garantías procesales (por parte de Miraflores). Y ni hablar de las redes sociales, que para bien y para mal han sido amplificadoras de verdades incontrastables y también de falsedades, montajes burdos y mentiras patéticas.

Venezuela, para un número importante de reporteros, corresponsales internacionales, editorialistas y analistas políticos,  es  una dictadura de corte castrista fabricada en La Habana, en la que, a su vez,  hay multitudinarias manifestaciones de la oposición en las calles (claro, con muertos, gases lacrimógenos, balas de goma, plomo y violencia por parte de algunos manifestantes), partidos políticos, dirigentes de oposición (y también presos políticos sentenciados en cuestionables y cuestionados procesos judiciales ), un parlamento con mayoría opositora (y en abierto conflicto con el Tribunal Supremo de Justicia),  medios  masivos de comunicación (intervenidos, clausurados o amenazados en algunos casos), internet y, eso sí, una cadena infinita de los llamados medios alternativos o populares.

En lo personal, mi película de Venezuela es como si fuera proyectada por un proyector defectuoso, en esos viejos teatros de barrio bogotano, que quema la cinta cada cinco minutos y no deja ver la continuidad, la dimensión real de los protagonistas y los hechos.

No sabemos de verdad el alcance real del descontento. Tampoco sabemos qué tan a fondo llega la crisis humanitaria, si en serio existe. Cuál es la magnitud de la escasez, qué tan comprometido, o no, está el pueblo raso con Maduro. No tenemos ni idea de los resultados de las misiones, tampoco si han funcionado los subsidios alimenticios y si de verdad todos esos productos llegan al pueblo. Muchos menos hay suficientes elementos de juicio para repartir las culpas, de manera justa y equilibrada, del desastre actual. Porque aquí hay pecados originales, pero también medidas erráticas, improvisación en el gobierno, corrupción galopante, autoritarismo, paranoia de invasión del ejército del Tío Sam al estilo de Irak o Libia. Manipulación a diestra y siniestra. Y una inflación asfixiante, una verdad de a puño que nadie niega. 

Hay mucha propaganda, mucha agenda oculta o descarada. Existen poderosos intereses económicos que no permiten ver la realidad. Sería interesante que ese periodismo que se llama a sí mismo independiente y libre se dedicara a complejizar la realidad y no a simplificarla en buenos y malos. Como colombiano, testigo de una violencia desbordada que tanto nos ha costado detener, (narcos, paramilitares, guerrilla, delincuencia común, arbitrariedades y asesinatos por parte de agentes del Estado), espero que los venezolanos logren negociar sus diferencias, llegar a sensatos acuerdos políticos, tener la grandeza histórica de evitar el abismo de una guerra civil. Tienen a su vecino y hermano como dramático ejemplo.

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