El poder de la palabra y la paz

Columnista invitado EE
22 de marzo de 2019 - 05:00 a. m.

Por Cecilia Balcázar

Mi comentario se ubica dentro de la visión según la cual el ser humano es un ser de lenguaje, que nombra y narra. El atributo que lo caracteriza es su capacidad de lenguaje. La característica de ser racional, como se lo definía antes, se aplica en otra dimensión, como en la interpretación de discursos ya constituidos. Porque lo primero en ella, en él, es la in-vocación, la nominación. Lo primero es el llamado a la existencia, construida en el lenguaje articulado de la forma, desde el fondo innominado del silencio, del caos, de la nada y manifestado en la lengua, en la imagen, en el sonido musical, en la fórmula matemática. En el principio fue el verbo; y sigue siendo el verbo en su acepción más amplia y creativa. Es esa la revelación que subyace la gran conversión de nuestro tiempo, y que se va develando con mayor claridad después de muchos siglos de olvido.

No solo los narradores, los artistas, los músicos y matemáticos, los poetas, construyen lenguajes fantásticos. Vivimos sin saberlo en construcciones culturales hechas por la palabra; por la palabra proferida tantas veces por quienes a través de los siglos han detentado el poder. Las culturas —sus categorizaciones, etiquetas y rótulos— son arbitrarios ordenamientos iniciales, que dejan rastros en la lengua y reproducen jerarquías, subordinaciones, inclusión o marginalidad.

No solo la literatura o el cine crean universos, en los que vivimos de manera fugaz. Vivimos en cosmologías heredadas, creadas por el lenguaje. Inscribimos la fe dentro de narrativas religiosas que a menudo construyen barreras entre los seres humanos y que nos separan de la vivencia mística del Dios que habita en el silencio íntimo; en el asombro de lo indecible; más allá del lenguaje, más allá de las lenguas; más allá de nuestra limitada percepción de lo luminoso que nos constituye y nos rodea.

Vivimos también dentro de sistemas políticos y jurídicos, en órdenes económicos legitimados en la palabra, según teorías, paradigmas, modelos construidos en el lenguaje. Está también dentro de nuestra naturaleza ignorar ese origen y creer que son naturales los mundos que creamos, aferrándonos dogmáticamente a una u otra práctica o creencia.

Hasta mediados del siglo XX se creyó que en el campo de la teoría social había de un lado los postulados de una ciencia única e infalible y del otro las posiciones “ideológicas” del libre examen. Hasta que el vuelco total en la concepción del conocimiento puso en tela de juicio esos pretendidos dogmas, tal como lo habían hecho antes las ciencias exactas, al postular para sí mismas los principios de relatividad e incertidumbre.

En esa línea de pensamiento, la literatura y su ficción borran también las fronteras que las separaron de la Historia. Y quienes son conscientes de la ductilidad y versatilidad de la narración saben que pueden reescribirla, interpretándola y narrándola según su conveniencia.

Nuestras identidades personales y colectivas son también narrativas que pueden reforzarse o minarse desde la palabra del poder, desde la palabra de la televisión y de los medios. Somos diálogo y estamos hechos de palabras, como lo afirmara el poeta. Construimos al otro en el lenguaje; desde el Estado, desde el púlpito, desde el vecindario y la familia. Lo reconocemos y respetamos en su integridad y unicidad, o lo volvemos cosa, recurso, número; consumidor de bienes; sin construir con él, con ella, el diálogo de tú y yo, de vos y yo. Porque lo despojamos de su humanidad, de su creatividad, de su derecho a disentir, reduciéndolo tantas veces a ser el blanco de las armas de la “legitimidad”. Aunque sepamos que en lo político es por la negación del espacio del diálogo como prosperan la frustración y el terrorismo.

Nunca antes tuvimos tanta responsabilidad ante el conflicto, ante la guerra. Porque la metáfora de nuestro tiempo, debido a la concepción del lenguaje que hemos esbozado —recordando en este punto con admiración y afecto al sociólogo norteamericano Richard Harvey Brown—, no es ya la de la sociedad esencial e inmóvil, considerada como cuerpo, máquina, teatro. De acuerdo con la visión contemporánea del lenguaje, la sociedad es un texto que se escribe y se reescribe —de la misma manera que nosotros mismos somos un texto que se construye en el tiempo—. Es esta una metáfora de esperanza si se la asume en sus posibilidades de evolución; pero es a la vez un arma peligrosa de manipulación cuando se usa sin ética; cuando se la utiliza con astucia e intención torva, para sesgar la interpretación de los hechos.

Podemos acercarnos a la paz, en la cultura del diálogo, a través del cambio en la mirada que clasifica, y a través del despertar de la consciencia de la unidad. Develando y desarticulando el discurso milenario que creemos natural. Asomándonos con compasión a los ojos del otro que nos mira también, a través de los filtros establecidos por el lenguaje a lo largo de los siglos: género, clase social, raza, ideología política, religión… y también, con frecuencia, a través de la experiencia del trauma.

Puede ser este un propósito pedagógico común de cambio y de esperanza.

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