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El poder del leviatán Ordóñez

María Elvira Samper
14 de diciembre de 2013 - 10:00 p. m.

Que el alcalde Petro dio motivos para ser investigado y sancionado por el caso de las basuras no hay duda, y es cierto que el procurador Ordóñez hizo lo que contempla la Constitución en materia de control disciplinario, y que tiene la facultad de separar al alcalde del cargo.

Sin embargo, creo que hacerlo e inhabilitarlo para desempeñar funciones públicas durante 15 años es una medida excesiva que deja un mal sabor, la sensación de que obedece a un sesgo ideológico que envía un mensaje de exclusión política.

La drástica sanción no se relaciona ni con corrupción ni con violaciones del Código Penal —competencia de la Fiscalía— y el Código Disciplinario Único que ampara la decisión no es taxativo en lo que se refiere a las causales para inhabilitar a los funcionarios por períodos que, en la práctica, significan la muerte política, ni sobre la proporcionalidad de las sanciones en relación con las irregularidades probadas. El Código deja un margen amplio para la discrecionalidad, es decir, para la interpretación. En este caso la de Ordóñez, que no se caracteriza por ser imparcial, que tiene creencias e ideas abiertamente contrarias a las de Petro, que es enemigo declarado del proceso de paz y que aplica la facultad disciplinaria en forma selectiva: en función de sus intereses.

No son gratuitas las reacciones que ha causado la medida contra Petro. Tampoco —e independientemente de la incorrección política—, la preocupación expresada por el delegado para Colombia de la Oficina de Derechos Humanos de la ONU, ni la del recién designado embajador de los Estados Unidos que sugirió que podría erosionar el proceso de paz. Menos aun los cuestionamientos sobre el excesivo poder que ha acumulado el procurador gracias a la red clientelista que, sin pudor, ha tejido con la Biblia en una mano y la nómina en la otra, incluso a contrapelo de la Constitución y del mismo Código Disciplinario que usó para defenestrar al alcalde de Bogotá. Un poder sin contrapesos.

La destitución de Petro no es una más de las que —entre 2009 y 2012— Ordóñez les decretó a 288 alcaldes, 18 de ellos por favorecer a particulares, familiares del mandatario o al mandatario mismo, y no a empresas del Estado, como es el caso de las basuras que compromete al alcalde. Sancionarlo con una suspensión provisional y dejar que el proceso de revocatoria siguiera su curso, habría sido más democrático, libre de sospechas. Pero el gran inquisidor, provocador como es, decidió sacarlo del ring y con ello lo convirtió en víctima, condición que, habilidosa y peligrosamente, ha aprovechado el alcalde —agitador nato— para echar sus discursos panfletarios, promover movilizaciones y hacer política —causal de sanción—.

La facultad de inhabilitar para ejercer cargos públicos a funcionarios elegidos por voto popular no debería estar en manos del procurador, menos aún en las de Ordóñez que oculta mal su agenda política y misional. Debería ser competencia del Poder Judicial y la inhabilidad el resultado de un proceso adelantado bajo instancias, garantías y principios consagrados por el derecho, entre ellos la doble instancia. Ahí está el meollo del debate que se abrió, como siempre, al calor de la coyuntura. Un debate que debió darse hace tiempo. Antes de que a la Procuraduría, un organismo excesivo y redundante en funciones que además es fortín burocrático, llegara el leviatán que hoy hace temblar a los miles de funcionarios que están bajo su vigilancia y control.

 

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