El primer beso y otros temas políticos

Francisco Gutiérrez Sanín
28 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

La revista Semana publicó recientemente un interesante reporte sobre el llamado voto de opinión. Muestra allí que los supuestos sobre los que juran a ojo cerrado tantos analistas no parecen sostenerse: ni los jóvenes ni los votantes de izquierda son tan puros como parecen. En cambio, la base de Ordóñez sí resulta bastante programática. Varios de estos resultados me parecen de lo más plausibles y, otros, pistas interesantes a seguir.

Pero hay un mosco en este tazón de leche: ¿estamos seguros de que encuestadores y encuestados compartían el sentido del cuestionario? Tengo que decir que la revista reporta la posibilidad de que exista un sesgo —lo que está claramente por encima de la práctica estándar de nuestro periodismo—. Pero el artículo parece preocuparse por el peligro que no es: lo llama “sesgo de sondeo”, y lo compara a lo que ocurrió con el brexit y con las elecciones que ganó Trump. ¡Pero en esta encuesta particular no parece estar presente! Los votantes de Ordóñez se presentaron muy orondos como programáticos, y no hay ninguna indicación de que haya alguna subestimación de su número porque les diera pena reportar su identidad.

En cambio, el sesgo del cuestionario —que hace parte del llamado “error total” de una encuesta— puede llegar a distorsionar seriamente los resultados. La literatura especializada, que es apasionante, muestra que los cuestionarios son campos minados sobre los que toca andar de puntillas. Un ejemplo canónico es la pregunta: “¿A qué edad recibió el primer beso?”. Parece perfectamente inocente y fácil de responder. Pues no. Tiene toda clase de problemas. Primero, de comprensión. Algunas personas pueden creer que les preguntan por el primer beso en general (y entonces entran los de una madre a su recién nacido), otras se refieren al primer beso romántico. De interpretación: habrá quienes piensen en el primero como el “primero verdaderamente emocionante”, y entonces reportan el tercero o el cuarto. Los hay de memoria: acaso ese inicial beso lejano cayó entre las rendijas del olvido... Y si la persona encuestada está con su pareja, en ciertos contextos culturales la pregunta puede llegar a ser delicada: ¿será fácil entonces admitir que se besó por primera vez digamos a los 12 o 13 años?

Este es un ejemplo de manual (cito aquí informalmente a Frauke Kreuter) , construido ex profeso para ilustrar cómo incluso las preguntas más simples pueden llegar a ser laberínticas. El reporte de Semana, que indaga por los incentivos del voto, avanza sobre un mapa mucho más complejo. ¿Qué tan fácil es para alguien reconocer que vota “por cosas específicas”, es decir, de manera interesada y clientelista (lo cual de hecho es potencialmente ilegal)? Por otra parte, eso de identificarse con las ideas o los programas de los candidatos no es claro: tampoco para mí, que me dedico a estas cosas. Parecería ser algo más de grado que un sí o un no. En fin, las categorías de la pregunta no parecen ser mutuamente excluyentes, algo que es un requisito para esta clase de ejercicios. ¿Puede alguien votar por un candidato simultáneamente porque está de acuerdo con él, porque es carismático y porque “puede conseguir cosas específicas”? Claro. La experiencia política de la época de oro de nuestros partidos tradicionales se basaba en esa posibilidad.

No se trata de una característica específica del ejercicio al que me estoy refiriendo. Al contrario. En muchos sondeos se encuentra uno con cuestionarios problemáticos. ¿Será que puedo ir al Caquetá a preguntar por simpatías por las Farc sin exponerme a distorsiones de todo tipo? No creo.

Nada de esto desmerece a los sondeos; todos estos problemas son parcialmente solucionables. Y son instrumentos clave, que proporcionan resultados importantes. Pero para leerlos bien hay que tomar en cuenta las diferentes fuentes potenciales de error.

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