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El principio del control

Augusto Trujillo Muñoz
17 de septiembre de 2015 - 10:44 p. m.

Un Estado de Derecho no se concibe, hoy, sin controles efectivos a toda forma de poder.

El constitucionalismo nació en Europa como salvaguardia contra el abuso del poder y como garantía de los derechos y deberes de los ciudadanos y de sus autoridades. Si en algo se expresa cabalmente el encuentro entre liberalismo y democracia es en el principio del control.

El movimiento del 20 de julio de 1810 no precisamente reclamó la independencia: reclamó una constitución. Sujeto a ella y, por lo tanto con su poder bajo control, podría gobernar a los granadinos cualquier autoridad, empezando por el propio rey. El principio del control no es nuevo, pero es el principio democrático por antonomasia.

El poder tiene naturaleza expansiva, incremental, creciente. Por eso mismo su control resulta imprescindible. Es preciso limitarlo, restringir la autoridad de quienes lo ejercen, sancionar sus desviaciones. Todo eso es apenas connatural al ejercicio republicano. Neutralizar o ignorar el principio del control es un error que pervierte el poder.

Hoy los gobiernos nacionales se controlan a sí mismos, a través de sus mayorías parlamentarias. Los tribunales sin control desbordan la órbita de sus competencias y llegan al extremo antijurídico de ejercer funciones de otras ramas del poder. Los organismos autónomos convierten su autonomía en muralla para evitar las interferencias de otras autoridades o de los ciudadanos.

El principio del control no es interferencia. Es orden, institucionalidad, democracia. La Constitución colombiana registra déficit en materia de control cuando se trata de los más altos funcionarios del Estado. El control para las personas que detentan autoridad en la cúpula del poder público es prácticamente inexistente.

El propio jefe del Estado, el procurador, el fiscal, los magistrados de las altas cortes no están sujetos al mismo tipo de control que los demás ciudadanos. Por el contrario, gozan de fuero especial, es decir, de privilegios que, en el siglo XXI, resultan exóticos en un Estado democrático. Salvo el presidente de la República, ningún funcionario público debe gozar de fuero.

Pero además, todos deben estar sujetos al control político del Congreso y al de la gente misma. La nuestra es una democracia de participación que cierra las puertas de acceso ciudadano a su derecho de control o de seguimiento a la gestión de sus más altas autoridades. A menudo tal seguimiento se limita al ámbito de las entidades territoriales.

Si se quiere corregir un supuesto desequilibrio de poderes, o conseguir una gobernanza con legitimidad o, simplemente, aproximar la relación entre autoridades y comunidad, hay que empezar por un efectivo control al poder, en el cual tenga algo que ver el ciudadano común. Sólo se requiere voluntad política pero, a veces, parecería que estamos a años luz.

 

* Exsenador, profesor universitario, @inefable1

 

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