¿El progreso para qué?

Reinaldo Spitaletta
04 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

No son ganas de tornar a la Edad de Piedra, ni siquiera a aquella utopía hacia atrás que don Quijote con exquisitez anuncia como la Edad de Oro (forjada en la Edad de Hierro), cuando nadie era dueño de nada y “no había la fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y llaneza”. Tampoco el estar repitiendo acerca del fracaso de la razón como pilar de lo que se ha llamado, no sin cierta ironía, como la civilización. ¿Entonces qué es?

No sé si las chimeneas fabriles continúen siendo un símbolo del progreso. O los exostos de los vehículos. El humo, el hollín, la máquina. No sé si los “grandes científicos” sigan siendo los héroes de la “raza humana”, como alguna vez, con su humor negro, lo señaló Sábato, el pesimista, el mismo que una vez avizoró que “son los grandes libros trágicos los que salvan al hombre”. El progreso puede afirmar que todos podemos viajar a la Luna. Es como aquello de “todos somos iguales ante la ley”. Decires. Lindos decires.

La idea de progreso (una concepción occidental) dice desde los tiempos de los antiguos griegos, seres de probada inteligencia, que el hombre avanza, en una suerte de ascenso en espiral. Se va alcanzando (se insiste) la perfección en las artes, las ciencias, el saber en general, los procesos civilizatorios, en fin. Aristóteles, por ejemplo, propugnaba una doctrina sobre el progreso como el “perfeccionamiento de la naturaleza y de la vida humana”.

Las maneras de destrucción pueden estar incluidas en esa idea vieja —también renovada— del progreso. ¿Qué es el progreso? Desde la perspectiva de Occidente, desde el descubrimiento de América, los valores políticos y filosóficos de la Ilustración, la Revolución francesa, la Revolución industrial, el siglo XIX y la aparición de muchas ciencias, el nacimiento de las naciones, hacen parte de esa corriente ineluctable de los cambios y las permanencias. ¿Y para quién es el progreso?

¿Sí se perfecciona la humanidad? ¿El saber es una categoría que cobija a todos? ¿Sí se alcanzaron la fraternidad, la igualdad, la libertad? ¿Para qué diablos sirve el progreso? Y aquí, en este punto, recuerdo una aguafuerte porteña del gran Roberto Arlt, de las que publicaba en el diario El Mundo, de Buenos Aires, que trata, qué extraño, sobre esa concepción tan traída y llevada del progreso, cualquier cosa que esto signifique.

Se preguntaba el periodista y escritor argentino si ampliar calles era síntoma de civilización y progreso. Y a esta última “palabrita” la ponía en discusión, porque era más una moda, un esnobismo, que hacía que de tanto meter los cambios en la denominación de progreso se iba hacia un “estado de estupidez colectiva”. Antes, decía en la aguafuerte publicada el 23 de noviembre de 1929, una familia no necesitaba de alto jornal para alquilar una casita de tres o cuatro piezas, por 40 pesos. Eran los tiempos en que la mayoría de “los habitantes de esta bendita ciudad vivían en casas holgadas, con fondo, jardín y parra”.

Después, la casa se sustituyó por el departamento, “un rincón oscuro con una superficie inferior a la de un pañuelo”, y luego le pregunta al lector si “¿el teléfono lo hace más feliz, un aeroplano de 500 caballos más moral, una locomotora eléctrica más perfecto, un subterráneo más humano? Si los objetos nombrados no le dan a usted salud, perfección interior, todo ese progreso no vale un pito”.

Hoy, con las ciudades innovadoras, con los edificios (muchos de ellos más bien tuguriales, espantosos) que oscurecen el horizonte, con la explosión de tecnologías, con la rapidez hasta en el coito, el progreso es la medida de todas las cosas. A nombre del progreso se pueden lanzar bombas atómicas y quemar bibliotecas históricas. El concepto, que antes pudo ser un motor para la reflexión y la crítica, hoy parece estar envilecido, porque también es excluyente. ¿Qué tanto progresa un obrero, un mendigo, un desplazado, alguien sin empleo?

El progreso hoy tal vez se reduzca a babear frente a un televisor, a la degradación del conocimiento, a la apología de la vulgaridad. Es un concepto comodín, utilizado sin hondura ni responsabilidad por los politiqueros en sus discursos mendaces. Es probable que el progreso vaya más allá de la máquina y sea una manera de la dignidad y la capacidad de resistir ante los atropellos y la mentira. Los griegos de la Antigüedad aspiraban a que la ciencia podía hacer feliz al hombre. Hoy no es así: lo advirtió Arlt, en plena depresión del capitalismo: “Lo que hace feliz al hombre es la ignorancia”.

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