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El progreso y el voto

Julio César Londoño
08 de marzo de 2014 - 04:00 a. m.

El progreso es un concepto desacreditado. Hoy, nadie cree en el progreso de nada, ni siquiera del arte.

Las únicas cosmologías que acepta el hombre contemporáneo son las apocalípticas. Quién soporta, digamos, un filósofo feliz. Quién puede tomarse en serio a un pensador que no vea el final del mundo a la vuelta de la esquina, el infierno tan temido en el calentamiento global, la agonía de la democracia en el vórtice de la plutocracia, la dilución del conocimiento en el bostezo de la escuela y en la algarabía de internet, el eclipse del amor en la implacable rutina del matrimonio. “… Y la carne que tienta con sus frescos racimos y la muerte que aguarda con sus fúnebres ramos”.

Nadie en su sano juicio se burlará hoy de los profetas del apocalipsis. No se puede contradecir a Cioram sin hacer el ridículo. Hoy, solo Dios y sus ventrílocuos, los pastores y los autores de superación, creen que “el mundo marcha como debiera” (además, quién compite con el pulso de Cioram, con esa prosa que ya la quisiera Proust o François Jacob).

Sin embargo, no se necesita ser muy optimista para encontrar mil y una razones para creer en el progreso del arte y de la especie. El arco arquitectónico, el descubrimiento de la perspectiva, el monologo interior, los diálogos naturales, el cine, la estética de la fealdad, la austeridad del verso y las nuevas disciplinas plásticas y escénicas son otras tantas pruebas del progreso del arte.

También progresa la especie en su conjunto. Los analgésicos, el ascenso social de la mujer, el aumento de la esperanza de vida, los derechos de las minorías, los índices de desarrollo humano y los avances tecnológicos, entre otros logros, nos hacen abrigar la esperanza de que no todo está perdido.

Incluso la política colombiana progresa. Hace unos decenios, las élites colombianas no habrían condescendido a aliarse con negros de mala reputación para gobernar el país. En esos tiempos bastaba la sociedad del obispo, un líder cachaco, un cacao y El Tiempo para elegir presidente. Hoy, Juan Manuel Santos necesita el concurso del PIN para mantener la gobernabilidad. Hoy, las élites cogobiernan con los de ruana: los chanceros, los emergentes, los parapolíticos, los contratistas, los narcos, los lagartos y toda esa gente sin apellidos que empezó a llegar a las alcaldías, a las gobernaciones y a los cuerpos colegiados por elección popular. Por todo esto, es claro que esta democracia es mucho más representativa que la que tuvimos hasta hace unos años. Hasta la década del 70 digamos.

Se lamentan varios columnistas de que haya más de 130 candidatos al Congreso con pasado parapolítico. Su repudio es comprensible pero resulta incoherente. Repudiar a un candidato por sus nexos parapolíticos es desconocer el pasado reciente del país, cuando una buena parte de la sociedad cohonestaba con los paramilitares (quizá debí escribir “cohonesta”, en presente. ¿No simpatiza medio país con Álvaro Uribe?). No es coherente que una buena parte de una sociedad trabaje de la mano con paramilitares y aplauda sus acciones durante más de 20 años y un buen día resuelva que ya no los necesita, que son gente indeseable, que no existen, que huelen mal, y que esa sociedad, en cambio, es respetable y conserva todos sus derechos civiles.

En lo que sí coincido con los analistas es en la consideración de que el voto en blanco es una mala idea. Nunca en la historia del país habíamos tenido una baraja de candidatos tan interesante como la que votaremos mañana.

El voto en blanco muerde el voto de opinión, que es el que elige a los buenos candidatos, y desbroza el camino de los candidatos del voto amarrado.

 

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