El secreto de Agatha

Sorayda Peguero Isaac
31 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

Fue lo único que encontraron en el coche accidentado: manchas de sangre y jirones de ropa. Una bruma espesa envolvía el lago Silent Pool. Varios hombres, vestidos con chaquetas de abrigo y boinas de lana, se abrían paso entre la maleza con varas de fresno. Buscaban a la mujer que conducía el coche abandonado en la cuneta. Se llamaba Agatha.

Las primeras investigaciones señalaban al marido como principal sospechoso. Horas antes de la desaparición, el 3 de diciembre de 1926, el coronel Archibald –un atractivo aviador inglés–, le dijo a su esposa que estaba enamorado de la señorita Neele, su secretaria personal. El coronel Archibald quería el divorcio.

Ella tenía 36 años. Dos vueltas de perlas alrededor del cuello. El pelo ondulado y corto, estilo garçon. La frente amplia. Un ligero toque de carmín en los labios y, por aquellos días, la mirada más triste de Reino Unido. Pero sonría. Le sonreía a todos: a los camareros, a los botones y a las tres señoras que tomaban el té en el vestíbulo. Antes de registrarse, se detuvo en la entrada del hotel Swan Hydropathic. Contempló la fachada. Por poco tiempo. El suficiente para suspirar.

—Su nombre, señora.

—Teresa. Teresa Neele.

—¿Es usted de Yorkshire, señora Neele?

—No. Vengo desde muy lejos.

—Bienvenida al Swan Hydropathic, señora Neele. Disfrute su estadía.

—Cuente usted con ello.

No podía dormir con las luces apagadas. A solas, en la habitación del hotel, recordó que cuando era niña tenía pesadillas con un fantasma. Era un hombre de ojos intensamente azules. Un soldado francés de la edad media. Recordó cuánto había soñado con casarse. Lo había deseado tanto... Tener su propia familia, sentirse segura, a salvo de los fantasmas, del miedo a quedarse sola. “¿Cuánto dura la dicha de un matrimonio? ¿Tres años? ¿Siete, quizás? ¿Lo que tarda en deshacerse una mentira? ¡Qué absurdo es todo esto!”, pensó.

Durmió dos horas. Después bajó a la sala de fiestas del hotel. Bailó charlestón toda la noche. Hasta que sus pies necesitaron una tregua. Cuando un joven camarero invitó a los huéspedes a participar en un concurso de canto, fue la primera en inscribirse. “Canta usted como una diosa”, le murmuró un señor que se acercó a su mesa para saludarla. Un gesto amable, sin duda, pero a ella no le gustó el modo en que la miraba.

La fotografía de Agatha estaba en todos los periódicos. Quien pudiera dar pistas de su paradero obtendría una recompensa de 100 libras. Se emplearon varios recursos en su búsqueda: 15.000 voluntarios, un despliegue policial insólito y aviones que rastrearon los bosques de Newlands Corner sin éxito. Dicen que hasta el mismísimo Arthur Conan Doyle –padre literario de Sherlock Holmes– le ofreció un guante de la desaparecida a una famosa vidente.

¿Un asesinato planeado por su marido? ¿Un suicidio? ¿Un secuestro? La respuesta se reveló 11 días después de la desaparición, cuando un huésped del Swan Hydropathic avisó a la policía: “La señora que buscan está aquí”.

El coronel Archibald no tardó en presentarse en el hotel.

—¿Tienes idea de la angustia que hemos pasado estos días? ¿Sabes cuántas noches llevo sin dormir? ¡Por favor, Agatha! ¿Acaso pensaste en nuestra hija?

—¿Quién es usted? ¿De qué me está hablando?

—¿Es que no me reconoces? Soy yo, Archibald Christie, tu marido. Y tú eres Agatha. Agatha Christie.

La desaparecida, que se había registrado en el hotel con un nombre falso –y con el apellido de la amante de su marido–, lo miró desconcertada.

—Disculpe, señor. Yo a usted no lo conozco.

Continuará.

Oprima aquí para leer la segunda parte de esta historia. 

*Esta historia está basada en hechos reales.

sorayda.peguero@gmail.com

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