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El silicio plástico

Ignacio Zuleta Ll.
03 de diciembre de 2012 - 11:00 p. m.

Para un ambientalista hay algo mucho peor que una piedra en el zapato: un marbete o marquilla cosido en hilos plásticos cuya punta se entierra inmisericorde en la carne del usuario.

Los peores son sin duda los de las prendas íntimas pues vulneran áreas difíciles de rascar si uno está en público; les siguen los marbetes de las camisetas, que pican en la espalda o en la nuca y reemplazan a los silicios de los santos.

Pero estas irritantes etiquetas son el mejor amigo de este ecólogo. El poliéster lacerante de los bordes es un recordatorio permanente de que en el globo la población mundial consume un millón de bolsas plásticas por minuto, o de que los biberones y botellas hechos de policarbonatos transparentes producen bisfenol A, que trastorna la producción de hormonas incluso en dosis bajas. El disciplinante también está consciente todo el tiempo de que del mismo material que le punza la cintura está constituida una paradisíaca isla del Pacífico cuya extensión supera la superficie de Colombia; o, si la perversión así lo inclina, puede recordar que la fila de los vasos desechables fabricados en un día puede sin problemas darle la vuelta a su planeta.

Si nuestro penitente es bogotano, cuando sienta el escozor en partes nobles se compadecerá del alcalde de inmediato. El plástico inventado y difundido por los países desarrollados vino a parar también a estos pobres países arrollados, en donde seleccionar tales sintéticos para su reciclaje, en por lo menos siete tipos básicos, es una ciencia que no domina ni siquiera un alemán. ¿O quizás doña Rosa, la dueña de la tienda, sabe que los empaques, incluyendo botellas, se llaman PETE #1, o LPDE #4 o quizás PP #5, y que no todos se pueden reciclar, algunos son muy tóxicos y otros duran tres siglos? Además las botellas, por ejemplo la del agua manantial de Coca-Cola, no tiene numerito, y la tapa es de un material distinto que exige un reciclaje diferente. Cuando más, la vecina habrá escuchado —porque ella es la mamá de nuestro ambientalista— que el poliestireno o icopor en el que vienen los champiñones y las carnes, puede ser cancerígeno y para producirlo se requieren benceno, un veneno letal, y cloro-fluor-carbono, que destruye el ozono de la atmósfera. Lo que su hijo no le ha contado todavía, para no dañarle el placer de comerse su pechuga, es que el tóxico migra del empaque a la comida.

Es mas fácil la imposible labor de descoser una marquilla sin rasgar la tela, que seleccionar y reciclar el plástico en Colombia. Los grandes almacenes, dice Fenalco, consumen en un mes 45 millones de toneladas de bolsas desechables, lo que explica que al relleno “sanitario” Doña Juana lleguen diariamente unas 850 toneladas de residuos plásticos. Y aunque hay empresas que reciclan, y recicladores que les suministran los insumos, no se logra más del 6% de recuperación informal. Con razón nuestro amigo se rompe la cabeza, además de la punzada del marbete de estireno en la cachucha.

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