El talante carroñero

Ignacio Zuleta Ll.
30 de mayo de 2017 - 02:00 a. m.

Cuando la estudiante que llamaremos Carolina se accidentó en la cuatrimoto, se salvó literalmente por un pelo: el de su hermosa trenza recogida bajo el casco que le amortiguó el golpe contra el borde de la acera. Sin embargo quedó herida y con una fisura que le produjo un leve derrame intracraneal. Su madre, repitiendo como un mantra el “te lo dije” y su padre el “mea culpa”, la llevaron en la ambulancia a las urgencias de una prestante clínica privada en donde de inmediato después de los diagnósticos la operaron. Todo salió muy bien, inclusive la trenza, que recién desinfectada y amarrada, contrastaba con la discreta zona rasurada por donde se realizó la cirugía. Su madre y sus hermanos hicieron los turnos de rigor esperando a que despertara Carolina, pero se complicaron las cosas y entró en coma. Cuidados intensivos.

Fueron días difíciles, mitigados por la amabilidad de las enfermeras y los médicos, pero en una semana la paciente abrió por fin los ojos. La subieron al cuarto y ya parecía haber recobrado con la velocidad de la juventud sus plenas facultades. Sin embargo, su hermano, abogado forense, sintió que algo faltaba: ya no estaba la trenza de pelo largo y sano. Agradecidos con la atención afortunada, con discreción comenzaron a indagar sobre la trenza. No había habido segundas cirugías. El último día de cuidados intensivos habían dejado entrar a la mamá a la UCI y ella amorosamente le había puesto una cinta entrelazada en el sedoso pelo de su niña. Nadie daba razón de este misterio. No había motivos médicos y no era un buen momento para jugar a Sherlock, así que Carolina salió para su casa con un corte disparejo de reclusa que pronto le arregló una peluquera a domicilio.

El abogado quedó mortificado con la cosa y decidió investigar, sin saber que hallaría un inframundo aterrador: había una mafia interna de tráfico de pelo, de platinas ortopédicas, de coronas de oro, de órganos de pacientes fallecidos... Fisgoneó, con prudencia, por un tiempo y confirmó que el tráfico de cabelleras, entre otros, era un negocio antiguo como la humanidad, que se había recrudecido en los últimos años y en Colombia crecía cada día. Los periódicos registraban noticias de asaltos en las calles de Pereira, de vendedoras de pelo en toda Asia, declaraciones de Maduro sobre este tipo del robo de cabello en Venezuela, rutas del pelo y de órganos en el mercado negro global y nacional, en fin, el talante carroñero en su esplendor. Aun así, no era tan fácil de tragar que en un establecimiento privado y respetable, en el que todo costaba una fortuna, se perdiera una trenza. La cosa se quedó de ese tamaño. Carito estaba viva. Los parientes agradecidos por el trato y conscientes del privilegio de tener acceso a “la salud”, guardaron el secreto, que solo salía a flote en las noches de contar cuentos de horror en la intimidad de la familia, mientras en el subsuelo de la clínica se desaparecían las corneas, los riñones y las trenzas.

 

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