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El trecho

Alfredo Molano Bravo
31 de enero de 2008 - 05:10 p. m.


El pasado miércoles, la senadora Piedad Córdoba viajaba a Caracas en un vuelo desde Bogotá. En la cola para pasar la aduana fue brutalmente agredida por un energúmeno: “apátrida, hijueputa, malnacida, gonorrea negra, guerrillera”, gritaba el enardecido, mientras alzando los brazos remataba: “¡Te voy a romper la cara, puta!”.

La violenta escena tuvo lugar ante la complacencia de muchos pasajeros y la indiferencia activa de las autoridades dedicadas a confiscar cortaúñas. Siento vergüenza y repugnancia al escribir las palabras que usó el sujeto contra Piedad y que son una mezcla explosiva de contenidos políticos, raciales y sexuales. Todos tienen un significado de exclusión y criminalización vinculado a los anatemas que la Iglesia Católica, las élites políticas y las clases altas han empleado para dividir la sociedad entre amigos y enemigos, entre buenos y malos, entre gente decente y “pueblo ignaro”. Y lo han logrado.

En ciertas circunstancias, en ciertas atmósferas, las palabras tienen un peso específico que puede convertirlas en brutales armas que llaman a las armas brutales. O mejor, las palabras cargadas de significaciones agresivas preceden a la violencia física y la justifican. No en vano la Iglesia trató a los indígenas de sodomitas, es decir, maricas; la Sagrada Inquisición colgaba a su víctima un sambenito con la palabra adúltera, es decir, puta; los paisas han puesto de moda una grosería extravagante: gonorrea, una enfermedad venérea hoy casi desaparecida; las aristocracias de Cartagena o de Popayán llaman negra a cualquier persona que no les rinda pleitesía, y en los prostíbulos no es extraño oír gritar: te corto la cara, marica.

Hay que recordar que a Jorge Eliécer Gaitán le gritaban en la calle negro, comunista, hijo natural y terminaron matándolo cuando, desde el Congreso de la República, el cojo Montalvo lanzó la consigna “a sangre y fuego”. A nadie le importa un carajo que le digan hoy “collarejo”; pero en el año 51, con el energúmeno de Laureano al micrófono, la cosa era a otro precio: en el café, le cortaban la corbata al liberal, que era una manera de anticiparle al personaje el famoso corte de corbata, método de combate político que antecedió al motosierrazo.

En Tuluá un viejo me contó —lo he contado otra vez— que el Cóndor, jefe conservador y vendedor de queso en la galería, leía diariamente con mucho cuidado el editorial de El Siglo y ya sabía cómo proceder ese día y contra quién hacerlo. Las palabras son peligrosas y son portadoras de explosivos mensajes, que pueden dejar lisiada a una persona de por vida. Una especie de quiebrapatas inmaterial. Hoy, medio siglo después, me encuentro con un compañero de tercero elemental al que le decíamos marica y todavía lo creo; en la universidad, a quien se le trataba de “tira”, así quedaba y hasta se convertía en tal.

Lo que le gritaron a Piedad en el aeropuerto y que ya se lo habían gritado en un restaurante en Medellín no es ni de lejos gratuito. Es el resultado exacto —yo diría hecho en laboratorio— de un clima político enrarecido por la violencia que desde el alto dignatario del Gobierno hasta el policía de la estación —o el guerrillero del retén— usan: hágale a ver, marica, bandido, rata. Ambientar la sindicación con sustantivos que han sido convertidos en adjetivos es un grito de guerra contra la oposición o meramente contra los desafectos al Gobierno; el paso siguiente es no sólo la sangre, sino, implícitamente, la exculpación del victimario: “se lo buscó” o, como diría un ministro del Tercer Reich del linchamiento a judíos: “son víctimas de su propio invento”.

Piedad ha sido convertida en una víctima propiciatoria de la guerra santa contra un enemigo abstracto al que, como los muñequitos del cornflakes, se le puede cambiar de camiseta, según convenga a los altos intereses del Gobierno. Ahora la controversia con Chávez permite agregar a la receta magistral el ingrediente de marras: un patrioterismo tan barato como astuto para la Tercera Reelección.

 

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