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El triunfo de los lobos

María Elvira Samper
17 de febrero de 2013 - 01:00 a. m.

"Un pastor rodeado de lobos" llamó el semanario L’Osservatore Romano al papa Benedicto XVI...

"Un pastor rodeado de lobos" llamó el semanario L’Osservatore Romano al papa Benedicto XVI cuando estalló el escándalo de los llamados ‘vatileaks’, filtraciones de documentos secretos que dejaron al desnudo las intrigas, celos, traiciones y luchas intestinas de poder en la Santa Sede, además de los turbios negocios y manejos financieros de la banca vaticana. Un escándalo que causó grave daño a la imagen de la Iglesia y que sumó una turbulencia más al papado de Ratzinger, sacudido desde el comienzo por numerosas denuncias de pedofilia en el clero, problema largamente mantenido en sordina que le estalló en las manos y que dejó en evidencia —al igual que el ‘vatileaks’— lo que ha sido el tradicional modus operandi de la Santa Sede: el secretismo y el silencio.

No fue el precario estado de salud el principal motivo de la dimisión del papa Benedicto. Fue sentir y saber que se había quedado solo y que no tenía ni la energía ni los aliados para hacer una limpieza de fondo y enfrentar a la poderosa Curia Romana —una maquinaria que su débil liderazgo ayudó a fortalecer—, más interesada en el juego del poder, los puestos y los presupuestos, que en las cosas de Dios y las necesidades y angustias de millones de fieles. Dar un paso al costado fue el reconocimiento de su fragilidad, de su derrota frente a los lobos. De ahí las referencias que hizo en su homilía del miércoles pasado a una iglesia en ocasiones “desfigurada por las divisiones dentro del cuerpo eclesiástico”, a la “hipocresía religiosa”, al “comportamiento de los que aparentan” y buscan ante todo “los aplausos y la aprobación”, y su llamado a superar “el individualismo y las rivalidades”.
Benedicto XVI deja una iglesia inmersa en una crisis de autoridad, credibilidad y liderazgo, con varios y muy pesados lastres: la pedofilia entre sus pastores, que continúa siendo objeto de duros reclamos por parte de las víctimas que, no obstante el mea culpa papal, consideran que el Vaticano no ha actuado con mano firme; la disminución dramática de las vocaciones; la desbandada de fieles en Europa; el auge de las iglesias evangélicas en América Latina, donde vive más del 40% de los católicos del mundo; la demanda creciente por una mayor apertura en asuntos tan sensibles como el aborto, la eutanasia, el matrimonio de parejas del mismo sexo, el celibato de los curas, el sacerdocio de las mujeres, la investigación con células madre…
Inflexible en la ortodoxia doctrinal, pero coherente con su creencia de que es preferible una iglesia de pocos pero convencidos —un pequeño rebaño— a una comunidad de muchos pero tibios en la fe, Benedicto XVI es el epítome de esa iglesia anclada en el pasado, jerarquizada, patriarcal y centralista, absolutista y autoritaria, que concentra el poder y el monopolio de la verdad en el papa, además infalible en asuntos de fe y de moral. Una iglesia de espaldas a los cambios y las realidades del mundo actual, que descree de verdades absolutas y cree en la libertad de conciencia, y que debe mucho a los avances de la ciencia.
En cuanto al futuro papa, son pocas las posibilidades de que sea sinónimo de cambio, que se atreva a reformar la estructura de la Iglesia, que atienda los reclamos de un rebaño que se siente ajeno a los designios del Vaticano. En primer lugar, porque de los 118 cardenales que deben elegirlo, 67 fueron designados por Benedicto XVI y 51 por su antecesor Juan Pablo II, y en segundo lugar, porque Benedicto XVI tiene candidato in pectore y, aunque se diga lo contrario, influirá en la elección de su sucesor. Así las cosas, es posible anticipar que el futuro heredero del trono de San Pedro será continuista, que será propiamente un Juan XXIV que recupere el hilo perdido del Concilio Vaticano II.

 

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