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Elogio

Carolina Sanín
04 de diciembre de 2011 - 01:00 a. m.

De las recientes marchas de los estudiantes, y del movimiento estudiantil que gana fuerza, lo que más me gusta no son las protestas, ni el movimiento, ni la coyuntura, sino los estudiantes.

Me hace feliz que con su presencia multitudinaria ellos despierten —atravesándosele al aguacero e interceptando el tráfico por la ciudad— el recuerdo de su existencia y su significación. No me refiero a que las manifestaciones hayan suscitado conversaciones y preguntas —en ámbitos privados y públicos, por parte de adeptos y contrarios— sobre el estado de la educación superior en Colombia, o en el mundo, lo cual es por cierto positivo y necesario, sino a algo más básico: al mostrarse, los estudiantes enuncian la vigencia de un ámbito, el de la universidad, y subrayan con ello la coincidencia entre la juventud y la aspiración universal al saber.

Los estudiantes son para mí admirables. Lo son porque tienen la belleza intensa y secreta de los hombres y las mujeres que son hermosos y no lo saben. Es imposible que los estudiantes lleven con ostentación su atributo, pues éste —que es su intelecto en formación: sensible, desplegado, entero— es indefinible para ellos. Los estudiantes no saben que son jóvenes, ni saben tampoco qué es la juventud. Si lo supieran, tampoco podrían ufanarse de ella, pues están comprometidos y ocupados en dejarla atrás. Y ese no saberse bellos —no saberse jóvenes— no es ni ignorancia ni inocencia sino posibilidad y proyección.

Admiro a los estudiantes porque son serios en su entusiasmo y también en su indolencia. Son serios en cuanto a su deseo, sin ser unívocos, sin estar decididos, sin saber cómo. Ensayan poses, pero no las asumen. Saben que toda pose es una caricatura. Saben que la adultez es un papel. Ni siquiera cuando quieren ser cínicos pueden serlo: sólo están probando cómo es ser cínico; están teniendo una experiencia y no aceptando —aún— un personaje en nuestro teatro.

Me gustan porque esa seriedad radical —esa aspiración que aún no ha sido fijada por la determinación— les permite ser humorísticos, como es humorístico el que vive entre dos lugares, el que se desdice. Y me gusta porque tienen interés y no intereses. Porque todo lo que hacen es ejercitarse en la libertad; en una libertad valiente que les permite, sin ser independientes, arrojarse a ser impertinentes.

Me gustan los estudiantes porque, en tanto que estudiantes, no trabajan. Porque no sale de ellos ningún producto. La modalidad de su responsabilidad no es hacer sino querer e ir; imaginarse como otros. Responden, así, definitiva e infinitamente: con una imagen del futuro que es una increpación, una nueva pregunta.

Me gusta que los estudiantes salgan juntos a la calle diciendo que son estudiantes, porque llevan consigo, por donde caminan, esa personalidad sin personaje, y la noticia —anterior a sus consignas y más poderosa que sus reclamos conscientes— de un espacio privilegiado para la razón, que hace frente al Estado y a la familia; donde se busca la autoridad legítimamente constituida y donde se construyen genealogías sólo por afinidad y agradecimiento.

De las tradiciones occidentales, la del ethos de los estudiantes es mi favorita. Más incluso que la Navidad, que celebra algo relacionado con aquél.

 

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